El peso de mi amor y mi salario
—¿Otra vez vas a salir tan temprano, Victoria? —me preguntó Julián desde la cama, sin siquiera abrir los ojos.
No respondí. Solo miré el reloj: 5:15 a.m. El café ya estaba listo, mis apuntes en la mochila y la laptop cargada con los artículos que debía entregar antes del mediodía. Caminé en puntas de pie para no despertar a los niños, aunque sabía que pronto se levantarían para ir a la escuela. Mi madre, que vive con nosotros desde que papá murió, ya estaba en la cocina, sentada en silencio con una taza de té.
—¿Dormiste algo? —me preguntó ella, con esa voz suave que siempre usa cuando sabe que estoy al borde de las lágrimas.
—Un poco —mentí. La verdad es que no dormí nada. Me pasé la noche revisando cuentas, calculando si alcanzaría para pagar la luz y el gas este mes.
Salí de casa con el corazón apretado. El barrio aún dormía, salvo por los perros callejeros y el ruido lejano de un colectivo. Caminé rápido hasta la parada, repasando mentalmente mi día: clases en la universidad hasta las 11, luego cuatro horas en la cafetería donde trabajo, y después, escribir hasta que los ojos me ardan.
A veces me pregunto cuándo fue que mi vida se volvió esto: una carrera interminable contra el tiempo y el dinero. Antes, cuando Julián y yo éramos novios, soñábamos con viajar, con tener una casa propia, con ver crecer a nuestros hijos sin preocupaciones. Pero los sueños se fueron desvaneciendo cuando él perdió su trabajo en la fábrica hace dos años y nunca más volvió a buscar otro.
—Las cosas están difíciles para todos —me dijo una vez, mientras miraba fútbol en la tele—. Ya va a salir algo.
Pero ese «algo» nunca llegó. Y yo me convertí en el sostén de todos: de mis hijos, de mi madre, y de Julián.
En la universidad, mis amigas a veces me preguntan cómo hago para no volverme loca. Les sonrío y les digo que tengo suerte de tener una familia que me espera en casa. Pero por dentro siento rabia y vergüenza. Rabia porque Julián parece no notar mi cansancio; vergüenza porque en mi barrio todavía se espera que el hombre sea el proveedor.
Una tarde, después de servirle la cena a los niños y ayudarles con la tarea, me encerré en el baño y lloré en silencio. No podía más. Sentía que todo el peso del mundo estaba sobre mis hombros. Cuando salí, Julián estaba sentado en el sillón, mirando su celular.
—¿Por qué estás tan callada últimamente? —me preguntó sin apartar la vista de la pantalla.
—Estoy cansada, Julián. Muy cansada —le dije, esperando que al menos me mirara a los ojos.
—Yo también estoy cansado —respondió él—. No es fácil estar así todo el día sin saber qué hacer.
Quise gritarle que sí sabía qué hacer: buscar trabajo, ayudarme con los chicos, al menos preguntarme cómo me sentía. Pero no lo hice. Solo asentí y fui a acostar a los niños.
Esa noche soñé con mi padre. Me decía que no debía rendirme, que las mujeres de nuestra familia siempre habían sido fuertes. Pero yo no quería ser fuerte todo el tiempo. Quería sentirme amada y respetada, no solo necesaria.
Los días pasaron iguales: trabajo, estudio, escribir hasta tarde. Un viernes llegué a casa y encontré a mi madre llorando en la cocina.
—¿Qué pasó? —le pregunté asustada.
—Julián me pidió dinero para ir a jugar fútbol con sus amigos —me dijo entre sollozos—. Le dije que no podía darte más cargas.
Sentí una mezcla de furia y tristeza. Fui al cuarto donde Julián estaba acostado mirando televisión.
—¿Por qué le pides plata a mi mamá? —le reclamé sin poder contenerme.
Él se encogió de hombros.—No tengo nada propio en esta casa —dijo—. Todo es tuyo o de tu mamá.
—¡Porque no haces nada para cambiarlo! —grité—. ¡Yo sola no puedo más!
Los niños escucharon la discusión y se asustaron. Mi hija menor vino corriendo a abrazarme.
Esa noche dormimos todos mal. Al día siguiente Julián se fue temprano y no volvió hasta tarde. Cuando llegó, traía una bolsa con pan y leche.
—Conseguí un trabajo en una panadería —me dijo sin mirarme—. Es poco, pero es algo.
No supe si sentir alivio o tristeza por lo bajo que habíamos caído antes de reaccionar.
Con el tiempo las cosas mejoraron un poco económicamente, pero algo se había roto entre nosotros. Yo ya no podía mirarlo igual; sentía que había perdido el respeto por él y por mí misma por haber permitido llegar tan lejos.
A veces me pregunto si el amor puede sobrevivir cuando uno carga solo con todo el peso del hogar. ¿Cuántas mujeres más estarán viviendo lo mismo en silencio? ¿Hasta cuándo vamos a normalizar que una sola persona lleve toda la carga? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?