Nunca es tarde para amar: Mi segunda primavera
—¿Otra vez sola, mamá? —La voz de Camila, mi hija mayor, retumbó en la sala como un eco de reproche. Yo estaba sentada en el sofá, mirando la lluvia caer sobre los tejados de Medellín, con una taza de café frío entre las manos. Tres años habían pasado desde que Efraín, mi esposo por más de treinta años, se fue de este mundo. Tres años en los que la casa se volvió más grande y el silencio más pesado.
—No estoy sola, hija —respondí sin apartar la vista de la ventana—. Estoy conmigo misma.
Ella suspiró, como si mi respuesta fuera una carga más sobre sus hombros. Desde que Efraín murió, mis hijos parecían esperar que yo me convirtiera en una sombra: discreta, resignada, invisible. Pero yo sentía dentro de mí un fuego que no se apagaba, una necesidad de volver a sentirme viva.
La soledad era un animal salvaje que me acechaba en las noches. Me despertaba a las tres de la mañana, buscando el calor de un cuerpo que ya no estaba. Me preguntaba si era pecado desear compañía, si era traición querer reír otra vez.
Todo cambió el día que conocí a Tomás. Fue en la fila del supermercado Éxito, un martes cualquiera. Él llevaba una camisa azul y una sonrisa tímida. Se le cayó una bolsa de arroz y rodó hasta mis pies.
—Disculpe, señora —dijo, agachándose torpemente—. A veces siento que todo se me escapa de las manos.
Le devolví la bolsa y nuestras miradas se cruzaron por un segundo más largo de lo normal. Sentí una corriente eléctrica recorrerme el cuerpo. No era solo atracción; era reconocimiento. Como si ambos supiéramos lo que era perderlo todo y seguir respirando.
Empezamos a vernos en el parque de Laureles, primero por casualidad, luego por costumbre. Caminábamos entre los árboles mientras él me contaba historias de su infancia en Santa Rosa de Osos y yo le hablaba de mis nietos y mis miedos. Tomás era viudo también; su esposa había muerto de cáncer hacía cinco años. Compartíamos el mismo dolor, pero también las mismas ganas de volver a empezar.
Una tarde, mientras tomábamos café en su balcón, Tomás me tomó la mano.
—Maritza —dijo con voz temblorosa—, ¿no crees que merecemos otra oportunidad? ¿No crees que todavía podemos ser felices?
Sentí una mezcla de culpa y esperanza. Pensé en Efraín, en su risa grave y sus abrazos fuertes. ¿Era justo para él? ¿Era justo para mí?
Cuando le conté a Camila sobre Tomás, su reacción fue como un balde de agua fría.
—¿Estás saliendo con alguien? —preguntó con incredulidad—. ¡Mamá! ¿Y papá? ¿Ya lo olvidaste?
—Nunca lo olvidaré —le respondí—. Pero sigo viva, hija. Y tengo derecho a ser feliz.
Mi hijo menor, Julián, fue aún más duro.
—La gente va a hablar —me advirtió—. ¿No te da vergüenza? ¿Qué va a decir la familia?
Las palabras me dolieron como latigazos. En nuestro barrio, las viudas debían vestir de negro y guardar luto eterno. Nadie hablaba del deseo ni del amor después de los cincuenta. Era como si nuestra vida terminara con la muerte del esposo.
Pero Tomás me enseñó a desafiar esos prejuicios. Me llevó a bailar salsa en un bar pequeño donde nadie nos conocía. Me regaló flores amarillas porque decía que eran las flores de la alegría. Me hizo sentir hermosa otra vez.
Una noche, después de bailar hasta quedarnos sin aliento, me miró a los ojos y dijo:
—No somos culpables por querer vivir, Maritza. No somos culpables por amar otra vez.
Lloré en sus brazos, liberando años de miedo y culpa. Por primera vez desde la muerte de Efraín, sentí que podía respirar sin dolor.
Pero la presión familiar no cesaba. Mi hermana Lucía dejó de hablarme; mis vecinos murmuraban cuando pasaba por la calle tomada de la mano con Tomás. Incluso en la iglesia sentí miradas acusadoras.
Una tarde lluviosa, Camila vino a casa con los ojos llenos de lágrimas.
—Mamá —dijo entre sollozos—, solo tengo miedo de perderte también. Siento que si amas a otro, papá desaparece para siempre.
La abracé fuerte.
—Papá siempre vivirá en mi corazón —le susurré—. Pero yo también merezco vivir mi propia vida.
Poco a poco, mis hijos empezaron a entender. Vieron cómo reía otra vez, cómo volvía a cantar mientras cocinaba fríjoles o bailaba cumbia mientras barría el patio. Vieron que el amor no era traición sino renacimiento.
El día que Tomás me pidió matrimonio fue sencillo y hermoso: estábamos sentados en el parque donde nos conocimos, viendo caer las hojas doradas sobre el césped húmedo.
—¿Te animas a vivir esta segunda primavera conmigo? —preguntó con una sonrisa nerviosa.
Le dije que sí entre lágrimas y risas. No fue fácil para nadie; hubo discusiones familiares, peleas y reconciliaciones. Pero aprendí que el amor verdadero no tiene edad ni fecha de caducidad.
Hoy miro atrás y me doy cuenta de todo lo que tuve que perder para volver a encontrarme. La soledad me enseñó a valorar mi propia compañía; el dolor me hizo más fuerte; el amor me devolvió la vida.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo siguen viviendo bajo el peso del qué dirán? ¿Cuántas renuncian a su felicidad por miedo al juicio ajeno? Si pudiera decirles algo sería esto: nunca es tarde para amar ni para empezar de nuevo.
¿Y tú? ¿Te atreverías a desafiar los prejuicios para buscar tu propia felicidad?