Cuando el amor se vuelve herida: La historia de una abuela en duda

—¡No quiero que Valeria pase más tiempo contigo, Lidia! —gritó Mariana, mi nuera, con los ojos llenos de rabia y lágrimas contenidas. La cocina olía a café recién hecho, pero el aire estaba tan tenso que sentí que me ahogaba. Mi hijo, Javier, miraba al suelo, incapaz de defenderme o siquiera mirarme a los ojos.

Me quedé helada, con la taza temblando en mis manos. Valeria, mi nieta de ocho años, estaba en su cuarto, ajena a la tormenta que se desataba en la sala. Mariana continuó:

—¡Eres un mal ejemplo! Le llenas la cabeza de ideas viejas, de cuentos que no le sirven para nada. ¡La confundes! No quiero que crezca pensando como tú.

Sentí cómo se me rompía algo adentro. ¿Cómo podía ser yo un mal ejemplo? Si todo lo que hacía era amar a mi nieta, cuidarla como cuidé a mis hijos, enseñarle a rezar antes de dormir, a decir la verdad aunque duela, a no dejarse pisotear por nadie. ¿Eso era malo?

—Mariana, yo solo quiero lo mejor para Valeria —susurré, con la voz quebrada—. No entiendo qué hice mal.

Ella me miró con dureza.

—No entiendes porque nunca escuchas. Siempre crees que tienes la razón. Pero tus consejos ya no sirven en estos tiempos. Le dices que sea fuerte, pero también le enseñas a callar lo que siente. Le hablas de sacrificio, pero nunca de buscar su felicidad.

Javier seguía en silencio. Me dolió más su indiferencia que los gritos de Mariana. Recordé cuando era niño y venía corriendo a mis brazos después de caerse de la bicicleta. Ahora parecía un extraño.

Esa noche no pude dormir. Me senté en la cama, mirando las fotos viejas: Javier con su uniforme escolar; Mariana embarazada de Valeria; mi difunto esposo, Ernesto, sonriendo en una fiesta familiar. ¿En qué momento todo se había roto?

Al día siguiente, Valeria vino a mi cuarto antes de irse a la escuela.

—Abue, ¿por qué mamá está enojada contigo?

La abracé fuerte, sintiendo el perfume de su cabello.

—A veces los adultos nos peleamos porque queremos cosas diferentes para las personas que amamos —le dije—. Pero yo siempre te voy a querer igual.

Ella asintió y salió corriendo tras el sonido del claxon del coche de su mamá.

Pasaron los días y Mariana cumplió su amenaza: ya no me dejaba sola con Valeria. Yo me quedaba en casa, escuchando el eco de mis propios pasos y el tic-tac del reloj. Mis amigas del club de costura decían que era normal que las nueras y las suegras no se llevaran bien, pero yo sentía que esto iba más allá.

Un día decidí hablar con Javier. Lo esperé en la sala hasta que llegó del trabajo.

—Hijo, ¿de verdad crees que soy mala influencia para Valeria?

Él suspiró y se sentó junto a mí.

—No es eso, mamá… Es solo que Mariana quiere educarla diferente. Dice que tus historias la asustan o la hacen sentir culpable por cosas que no entiende.

—¿Y tú qué piensas?

Javier dudó.

—Yo solo quiero paz en la casa…

Sentí una punzada de soledad tan grande que tuve que apretar los puños para no llorar frente a él.

Esa noche recordé mi infancia en Oaxaca. Mi madre también era dura conmigo; me enseñó a ser fuerte porque la vida no era fácil para las mujeres pobres. Yo solo quería transmitirle eso a Valeria: fortaleza, dignidad, respeto por sí misma. Pero tal vez me equivoqué en la forma…

Empecé a notar cómo Valeria se volvía más callada cuando estaba conmigo. Ya no me contaba sus secretos ni me pedía que le leyera cuentos antes de dormir. Un día la escuché decirle a Mariana:

—¿Puedo ir con mis amigas al parque? No quiero quedarme con la abue hoy…

Sentí un frío recorrerme el cuerpo. ¿Me estaba perdiendo también a ella?

Una tarde, mientras tejía un suéter para Valeria, Mariana entró al cuarto sin avisar.

—Lidia —dijo más tranquila—. No quiero pelear más contigo. Pero tienes que entender que Valeria necesita crecer diferente a como creciste tú o Javier. El mundo ha cambiado.

La miré con lágrimas en los ojos.

—¿Y si no sé cómo hacerlo? Solo sé amar así…

Mariana suspiró y se sentó frente a mí.

—Tal vez solo tienes que escucharla más y aconsejarla menos. Deja que ella te cuente sus cosas sin miedo a decepcionarte.

Me quedé pensando en sus palabras mucho tiempo después de que se fue. ¿Era posible amar tanto que terminara asfixiando? ¿Podía el amor convertirse en herida?

Esa noche busqué a Valeria en su cuarto.

—¿Puedo sentarme contigo un rato?

Ella asintió sin mirarme.

—¿Qué estás haciendo?

—Dibujando —respondió secamente.

Me quedé callada unos minutos, observando sus trazos torpes pero llenos de color.

—¿Quieres contarme qué dibujas?

Por primera vez en semanas, me miró a los ojos.

—Es un árbol grande… como el del parque donde jugábamos antes.

Sonreí y le acaricié el cabello.

—¿Te gustaría ir mañana? Podemos llevar pan dulce y chocolate caliente.

Valeria sonrió apenas, pero fue suficiente para darme esperanza.

Esa salida al parque fue distinta: no le di consejos ni le conté historias viejas; solo la escuché hablar de sus amigas, de sus sueños y miedos. Por primera vez sentí que podía aprender algo nuevo sobre ella… y sobre mí misma.

Ahora sigo preguntándome si es posible amar demasiado. Si el amor puede volverse herida cuando no sabemos soltar o escuchar. ¿Ustedes qué piensan? ¿Se puede querer tanto que terminamos alejando a quienes más amamos?