Aquella noche en que fallé a mi nieta: Culpa, amor y la larga búsqueda del perdón

—¡Irma, por favor, despierta! ¡Sofía no respira bien!— La voz de mi hija Mariana me sacudió como un trueno en la madrugada. Me levanté de golpe, el corazón latiendo tan fuerte que sentí que iba a desmayarme. Corrí al cuarto donde dormía mi nieta, y la encontré encogida sobre sí misma, la carita roja y los ojos llenos de lágrimas.

—Abuelita…— susurró Sofía, apenas audible, mientras luchaba por tomar aire.

En ese instante, el mundo se detuvo. Sentí cómo el miedo me paralizaba las manos. Yo, Irma González, la abuela que siempre tenía una respuesta para todo, no supe qué hacer. Había ignorado su tos durante la tarde, pensando que era solo un resfriado más. Le di un té de manzanilla y le dije que descansara. ¿Por qué no escuché a Mariana cuando me advirtió que Sofía era alérgica? ¿Por qué no llamé al médico antes?

El sonido de la ambulancia fue como una sentencia. Mariana lloraba y me miraba con una mezcla de rabia y desesperación mientras los paramédicos se llevaban a Sofía. Yo solo podía repetir: —Perdóname, hija… perdóname…—

Esa noche fue el inicio de mi infierno personal. Sofía estuvo internada tres días en terapia intensiva por una reacción alérgica severa. Mariana no me dirigió la palabra en todo ese tiempo. Mi yerno, Javier, apenas me miraba cuando iba al hospital. Yo me sentaba en la sala de espera, apretando el rosario entre los dedos, rezando por un milagro y por una oportunidad de redimirme.

Recordé tantas veces en que fui dura con Mariana cuando era niña. Siempre exigente, siempre esperando que fuera fuerte como yo lo fui tras la muerte de mi esposo en aquel accidente en la carretera de Puebla. Pero nunca imaginé que mi rigidez se convertiría en distancia entre nosotras.

Cuando por fin Sofía despertó y los médicos dijeron que estaba fuera de peligro, sentí alivio y vergüenza al mismo tiempo. Mariana entró a la habitación y se sentó junto a su hija sin mirarme. Yo me quedé en la puerta, temblando.

—¿Por qué no me escuchaste, mamá?— preguntó Mariana con voz quebrada.

No supe qué responderle. Las palabras se me atoraron en la garganta. Solo pude llorar.

Los días siguientes fueron un desfile de silencios incómodos y miradas esquivas. Volvimos a casa, pero nada era igual. Sofía ya no corría a mis brazos como antes; ahora me miraba con una mezcla de miedo y desconfianza. Mariana evitaba dejarme sola con ella.

Una tarde, mientras preparaba arroz con leche —el postre favorito de Sofía— escuché a Mariana hablando por teléfono con su hermana Lucía:

—No sé si podré perdonarla…— decía entre sollozos.—Siempre fue así: nunca escucha, siempre cree que sabe más que todos…

Sentí que el corazón se me partía en mil pedazos. ¿Eso pensaban de mí? ¿Que era una mujer terca e insensible? Recordé las veces que minimicé los problemas de mis hijas, las veces que les dije “no seas exagerada” o “en mis tiempos eso no pasaba”.

Esa noche me armé de valor y fui al cuarto de Sofía. Ella estaba dibujando en silencio.

—¿Puedo sentarme contigo?— pregunté suavemente.

Ella asintió sin mirarme.

—Sofía… quiero pedirte perdón. La abuelita se equivocó. No te cuidé como debía y eso estuvo muy mal.— Mi voz temblaba.—Te prometo que voy a aprender a escucharte mejor.

Sofía levantó la mirada y vi el brillo de sus ojos grandes y tristes.

—¿Me vas a cuidar siempre?— preguntó con voz bajita.

—Siempre, mi amor.— La abracé fuerte, sintiendo cómo una parte de mi culpa se aliviaba apenas un poco.

Pero con Mariana fue diferente. Pasaron semanas antes de que pudiera hablar conmigo sin resentimiento. Un domingo, mientras lavábamos los trastes juntas, rompió el silencio:

—Mamá… yo sé que no lo hiciste con mala intención. Pero tienes que entender que las cosas han cambiado. Sofía es alérgica y necesita cuidados especiales.— Suspiró.—A veces siento que no confías en lo que te digo.

Me dolió reconocerlo, pero tenía razón.

—Perdóname, hija.— Le tomé la mano.—Quiero aprender a ser mejor madre y abuela para ustedes.

Mariana lloró en silencio y me abrazó por primera vez desde aquella noche fatídica.

Hoy han pasado dos años desde aquel episodio. Sofía está sana y nuestra relación ha sanado poco a poco. Mariana y yo seguimos trabajando en nuestra comunicación; ahora escucho más y hablo menos. Aprendí que el amor también es humildad y reconocer los propios errores.

A veces me pregunto: ¿Cuántas veces herimos a quienes más amamos por orgullo o terquedad? ¿Cuántas oportunidades dejamos pasar para pedir perdón antes de que sea demasiado tarde?