Cuatro Años de Silencio: Hoy, Finalmente, Hablé
—¿Por qué no puedes ser como las demás esposas, Mariana? —me espetó Andrés, su voz retumbando en la cocina mientras el vapor del café empañaba la ventana.
No respondí. Cuatro años de silencio no se rompen con una sola palabra. Cuatro años de tragarme mis sueños, de fingir que la vida que llevábamos en esa casa de paredes descascaradas en el barrio San Martín era suficiente. Cuatro años de escuchar a mi suegra, doña Teresa, decirme que una mujer decente se sacrifica por su familia. Cuatro años de ver cómo mis amigas del colegio desaparecían en matrimonios parecidos al mío, resignadas a la rutina y al miedo.
Pero hoy, algo dentro de mí se quebró. Tal vez fue el llanto ahogado de mi hija Lucía anoche, preguntándome por qué papá siempre grita y mamá nunca responde. Tal vez fue el mensaje de voz de mi hermana Camila desde Buenos Aires: «Mariana, ¿todavía sigues ahí? ¿Todavía eres tú?» O tal vez simplemente me cansé de ser invisible.
—¿Y cómo son las demás esposas, Andrés? —pregunté, mi voz temblando pero firme.
Él me miró como si hubiera visto un fantasma. No estaba acostumbrado a que le respondiera. En nuestra casa, la última palabra siempre era suya. Así lo aprendió de su padre y así quiso enseñárselo a nuestro hijo mayor, Tomás. Pero yo ya no podía más.
—Las demás no se quejan —dijo él—. Las demás entienden que el hombre es el que manda.
Sentí una rabia antigua subir por mi garganta. Recordé las veces que quise estudiar enfermería y él me dijo que para qué, si ya tenía casa y comida. Recordé las noches en que lloraba en silencio porque no podía contarle a nadie lo sola que me sentía. Recordé cómo mi madre me abrazó antes de casarme y me susurró: «Aguanta, hija. Así es la vida de las mujeres aquí».
Pero yo no quería esa vida para Lucía. No quería ese ejemplo para Tomás.
—¿Y si no quiero ser como las demás? ¿Y si quiero ser yo? —le dije, sintiendo cómo mis manos temblaban sobre la mesa.
Andrés se levantó bruscamente, tirando la silla hacia atrás.
—No empieces con tus cosas feministas —gruñó—. Mira lo que les pasó a tus amigas divorciadas: solas y amargadas.
Me reí, una risa amarga y rota.
—Prefiero estar sola que seguir muriendo en vida —le respondí.
El silencio cayó entre nosotros como un muro. Afuera, los perros ladraban y los niños jugaban a la pelota en la calle polvorienta. Dentro de la casa, todo era tensión y miedo.
Doña Teresa apareció en la puerta, secándose las manos en el delantal.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó con voz dura—. Mariana, ¿otra vez haciéndole problemas a mi hijo?
La miré a los ojos por primera vez en años.
—No es problema querer ser feliz —le dije—. No es problema querer algo más que esto.
Ella bufó y se fue murmurando algo sobre las mujeres modernas y la televisión que les llena la cabeza de ideas raras.
Andrés salió dando un portazo. Me quedé sola en la cocina, con el corazón latiendo tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho.
Lucía entró despacito y me abrazó por la espalda.
—¿Estás bien, mamá?
Me arrodillé frente a ella y le acaricié el pelo.
—Sí, mi amor. Hoy sí estoy bien —le susurré—. Hoy dije lo que tenía que decir.
Esa noche dormí sola en nuestra cama por primera vez desde que me casé. Sentí miedo, sí. Pero también sentí una paz nueva, una esperanza tibia creciendo dentro de mí.
Al día siguiente, Andrés no volvió para el desayuno. Doña Teresa no me dirigió la palabra. Tomás me miraba confundido; Lucía me abrazaba más fuerte que nunca.
Pasaron los días y las cosas no mejoraron. Andrés regresaba tarde y apenas me hablaba. La tensión era un cuchillo invisible cortando el aire de la casa. Pero yo seguía firme. Empecé a buscar trabajo en la farmacia del barrio; Camila me mandó dinero para inscribirme en un curso online de enfermería.
Una tarde, mientras lavaba los platos, Tomás se acercó y me preguntó:
—Mamá, ¿por qué peleas con papá?
Me arrodillé frente a él y le expliqué:
—No estoy peleando, hijo. Estoy aprendiendo a decir lo que siento. Y eso también es importante.
Él asintió despacio y se fue a hacer la tarea. Sentí un orgullo inmenso y una tristeza profunda al mismo tiempo.
Un mes después, Andrés me pidió hablar en privado.
—No sé quién eres ahora —me dijo—. No sé si esto va a funcionar.
Lo miré con lágrimas en los ojos pero sin miedo.
—Por primera vez en mucho tiempo, sí sé quién soy yo —le respondí—. Y no voy a volver a callarme.
Él se fue esa noche. Doña Teresa empacó sus cosas al día siguiente. Me quedé sola con mis hijos en esa casa grande y vacía. El barrio murmuraba; algunas vecinas me miraban con lástima, otras con admiración secreta.
No fue fácil. Hubo noches de llanto y días de incertidumbre. Pero poco a poco fui encontrando mi voz y mi lugar en el mundo. Lucía empezó a sonreír más; Tomás aprendió a respetar mis palabras.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas mujeres siguen callando por miedo? ¿Cuántas Marianas hay en cada barrio de Latinoamérica esperando el momento de hablar?
¿Y tú? ¿Qué harías si tuvieras que elegir entre perderlo todo o encontrarte a ti misma?