Devuélveme mi hogar, mamá – Una historia de confianza rota y la lucha por mi refugio
—Mamá, no te estoy pidiendo nada imposible. Solo unos meses, te lo juro. —La voz de Julián retumba en la sala, donde el sol de la tarde apenas logra colarse entre las cortinas viejas. Yo, sentada en mi sillón favorito, aprieto los brazos del mueble como si pudiera fundirme con él y desaparecer.
Cuarenta y dos años llevo aquí. Aquí vi morir a tu padre, aquí aprendí a vivir sola, aquí planté mis bugambilias. ¿Cómo puedes pedirme esto, Julián? ¿No ves que este es mi único refugio?
—Mamá, entiéndeme. Perdí el trabajo, la renta del departamento ya no la puedo pagar. Los niños necesitan espacio. Es solo mientras me estabilizo. Te lo prometo.
La promesa de Julián es como esas nubes de tormenta que se asoman en abril: sabes que van a descargar, pero no cuándo ni cuánto. Miro a mi nuera, Mariana, que evita mi mirada y acaricia el cabello de Sofi, mi nieta menor. Siento un nudo en la garganta.
—¿Y yo? ¿A dónde voy yo? —pregunto, apenas en un susurro.
—Puedes quedarte con tía Lety o con Lupita, tus hermanas siempre te han dicho que sí —dice Julián, como si fuera tan fácil dejar atrás una vida entera.
Pienso en mis hermanas: Lety vive con su esposo enfermo y Lupita apenas tiene espacio para ella misma. No quiero ser una carga para nadie. Pero tampoco quiero perder mi casa. Mi casa…
Recuerdo cuando Julián era niño y corría por el patio, cuando su papá arreglaba la bicicleta bajo el sol tapatío. Todo eso está aquí, en estas paredes llenas de grietas y recuerdos.
—No sé si pueda hacerlo —digo al fin.
Julián suspira fuerte, se pasa la mano por el cabello. Mariana me mira con ojos suplicantes.
—Mamá, no seas egoísta —dice Julián de pronto, y esas palabras me atraviesan como cuchillo.
¿Egoísta? ¿Después de todo lo que he hecho por ti? ¿Después de noches enteras cuidándote con fiebre, de vender mi anillo para pagar tu universidad?
Me encierro en mi cuarto esa noche. No ceno. Oigo a Julián discutir con Mariana en la cocina:
—Te dije que no iba a aceptar tan fácil…
—¿Y ahora qué hacemos? No tenemos a dónde ir…
Me tapo los oídos con la almohada. Siento rabia, tristeza y una soledad que me pesa más que nunca.
Al día siguiente llega Lupita con una bolsa de pan dulce.
—¿Qué pasó ahora? —me pregunta mientras sirve café.
Le cuento todo entre lágrimas. Ella me abraza fuerte.
—No tienes por qué cederles tu casa, Francisca. Es tuya. Si les das la mano, te agarran el brazo.
Pero es mi hijo…
Esa noche sueño con mi esposo. Me dice: “No te dejes, Pancha. Este es tu lugar”. Me despierto sudando frío.
Los días pasan y Julián insiste. Me trae papeles para firmar: “Solo es un permiso temporal”, dice. Pero yo sé leer entre líneas: si firmo esto, pierdo todo.
Mariana me busca a solas:
—Señora Francisca, yo sé que esto es difícil… pero Julián está desesperado. No quiere que los niños pasen necesidades.
La miro y veo miedo en sus ojos. ¿Qué clase de madre sería si no ayudara a su hijo? Pero también pienso: ¿qué será de mí si me quedo sin techo?
Una tarde llega Sofi corriendo:
—Abue, ¿nos vamos a quedar a vivir aquí contigo?
La abrazo fuerte y lloro en silencio. ¿Cómo explicarle a una niña que los adultos también tenemos miedo?
El barrio empieza a murmurar. La vecina Chayo me dice:
—No se deje, doña Pancha. Luego los hijos se olvidan de uno.
Pero otros opinan distinto:
—Es su hijo, ayúdelo. Usted ya vivió su vida.
Me siento partida en dos.
Un domingo organizo una comida familiar. Vienen mis hermanas, mis sobrinos, hasta don Ernesto el vecino se aparece con un pastel.
En medio del bullicio levanto la voz:
—Quiero decir algo…
Todos se callan. Siento el corazón en la garganta.
—Esta casa es mi vida. Aquí están mis recuerdos, mis alegrías y mis penas. No puedo dejarla… pero tampoco quiero ver a mi hijo en la calle.
Julián baja la cabeza. Mariana llora en silencio.
—Propongo esto: pueden quedarse aquí conmigo mientras encuentran algo mejor. Pero no voy a firmar nada ni cederles la casa. Este es mi hogar y aquí quiero morir.
Hay un silencio largo. Luego Lupita aplaude y los demás la siguen.
Julián se acerca y me abraza fuerte:
—Perdóname, mamá… No quería hacerte daño.
Esa noche duermo tranquila por primera vez en semanas.
Pero sé que las heridas tardarán en sanar. La confianza rota duele más que cualquier otra cosa.
A veces me pregunto: ¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio de una madre? ¿Dónde termina el amor y empieza el derecho a defender lo propio?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?