El silencio que me rompió: Confesiones de una mujer en Ciudad del Este
—¿Por qué nunca me lo dijiste, Mariana? —La voz de Gustavo retumbó en la cocina, tan fría como el piso de cerámica bajo mis pies descalzos.
No supe qué responderle. Me quedé mirando la taza de café que temblaba en mis manos. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de chapa, y cada gota parecía marcar el tiempo que me quedaba antes de perderlo todo.
Mi nombre es Mariana López. Nací y crecí en Ciudad del Este, Paraguay, en una familia donde el silencio era la norma y los secretos se guardaban como reliquias. Mi madre siempre decía: “Mejor callar que armar escándalo”. Yo aprendí a tragarme las palabras, a sonreír aunque por dentro me estuviera desmoronando.
Conocí a Gustavo cuando tenía 22 años. Él era diferente a los hombres que conocía: cariñoso, trabajador, con sueños grandes y una risa contagiosa. Nos casamos rápido, casi sin pensarlo. Al principio todo era sencillo: los domingos en la casa de su mamá, los mates al atardecer, las promesas de un futuro mejor. Pero pronto llegaron las dificultades: la falta de dinero, las discusiones por tonterías, la presión de tener hijos que nunca llegaban.
El problema central de mi historia es el silencio, ese monstruo invisible que se mete entre las sábanas y se instala en la mesa del comedor. El secreto que guardé durante años fue que mi padre había abandonado a mi madre por otra mujer cuando yo tenía 10 años. Mi madre me hizo prometer que nunca lo contaría, ni siquiera a Gustavo. “Eso no se habla”, repetía.
Pero el pasado siempre encuentra la forma de salir a la luz. Una tarde, mientras limpiaba el ropero, Gustavo encontró una carta vieja de mi padre. Cuando me preguntó por ella, le mentí. Le dije que era una carta cualquiera, sin importancia. Pero él notó mi nerviosismo y desde ese día algo cambió entre nosotros.
Las peleas se hicieron más frecuentes. Gustavo empezó a llegar tarde a casa, a evitarme la mirada. Yo sentía que lo perdía poco a poco, pero no podía romper el pacto de silencio con mi madre. Me sentía atrapada entre dos lealtades: la familia que me dio la vida y la familia que estaba tratando de construir.
Una noche, después de una discusión especialmente dura, Gustavo me gritó:
—¡No puedo vivir con alguien que no confía en mí!
Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme dormida en el suelo frío. Al día siguiente, él ya no estaba. Solo dejó una nota: “No puedo seguir así”.
Mi madre vino a verme cuando se enteró de la separación. En vez de consolarme, me recriminó:
—¿Ves lo que pasa cuando no sabes callar?
Pero yo nunca hablé. Ese era el problema: nunca hablé.
Los días siguientes fueron un infierno. La gente murmuraba en el barrio; las amigas evitaban mirarme a los ojos. En Ciudad del Este todos se enteran de todo, pero nadie pregunta directamente. Mi soledad era tan grande como el río Paraná.
Pasaron meses antes de que pudiera mirar mi reflejo sin sentir vergüenza. Un día decidí buscar a Gustavo para pedirle perdón y contarle toda la verdad. Lo encontré en la plaza, sentado bajo un árbol con su guitarra.
—Gustavo… —mi voz tembló—. Tengo que decirte algo que nunca pude decirle a nadie.
Él me miró con esos ojos marrones llenos de tristeza.
—Ya no importa, Mariana —susurró—. El silencio también es una respuesta.
Me fui caminando despacio, sintiendo que cada paso era una despedida definitiva.
Hoy escribo mi historia porque sé que muchas mujeres en América Latina cargan con secretos familiares por miedo al qué dirán o por lealtad mal entendida. El silencio puede parecer protección, pero también puede ser una cárcel.
A veces me pregunto: ¿cuántas familias se han roto por no atreverse a hablar? ¿Cuántas Marianas hay allá afuera tragándose verdades por miedo a perderlo todo?
¿Y si hablar fuera el primer paso para sanar? ¿Ustedes qué piensan?