Donde el tren nunca llega: una vida en la estación
—¿Y ahora qué vas a hacer, Camila? —me preguntó mi hermana Lucía, con la voz quebrada por el frío y la rabia, mientras el último tren de la noche desaparecía entre las sombras de la estación Central.
No supe qué responderle. Tenía las manos temblorosas, el cigarrillo encendido —el primero en años— y una sensación de vacío tan grande que sentí que me iba a tragar entera. El reloj marcaba las 23:47 y yo, por distraída, por tonta, por confiar en que siempre habría otra oportunidad, había perdido el tren que me llevaría a Rosario para despedirme de mi madre enferma.
El andén estaba casi vacío. Solo quedábamos Lucía y yo, y un par de vendedores ambulantes que recogían sus cosas. El eco de los pasos ajenos me recordaba que ya no había vuelta atrás. Mi hermana me miraba con una mezcla de compasión y enojo.
—¿Por qué siempre te pasa lo mismo? —me reprochó—. Siempre llegás tarde, siempre te olvidás de lo importante.
No era la primera vez que escuchaba esas palabras. Desde chica, mi familia me veía como la despistada, la que soñaba despierta, la que se perdía en sus pensamientos y olvidaba las cosas esenciales. Pero esta vez era diferente. Esta vez no era solo un cumpleaños o una cita médica. Esta vez era mamá.
Me senté en una banca fría y gastada. Saqué el celular y vi los mensajes de mi tía Marta: «Camila, apurate, tu mamá pregunta por vos»; «No tardes, hija»; «No sé si aguante hasta mañana». Sentí un nudo en la garganta. Lucía se sentó a mi lado, suspirando fuerte.
—¿Querés que llame a un remis? —me ofreció—. Capaz llegamos antes del amanecer.
Negué con la cabeza. No tenía sentido. El viaje era largo y caro, y ya no había nada seguro. Me sentí inútil, pequeña, como cuando era niña y me escondía bajo la mesa para no escuchar las peleas de mis padres.
—¿Por qué no me avisaste antes? —le reclamé a Lucía, buscando culpar a alguien más.
—¡Te avisé hace días! —me gritó—. Pero vos siempre estás en otra.
Me quedé callada. Sabía que tenía razón. Siempre estaba en otra. En mis libros, en mis sueños de irme lejos, en mis ganas de escapar de una familia rota por los secretos y las ausencias.
La estación Central era un lugar donde todos esperaban algo: un tren, una llamada, una señal de que todo iba a estar bien. Pero esa noche, yo solo esperaba perdonarme a mí misma.
Recordé la última vez que vi a mamá: estaba sentada en su sillón favorito, con una manta tejida sobre las piernas y los ojos cansados pero llenos de amor. Me pidió que no me olvidara de ella. «No te olvides de tu vieja, Cami», me dijo sonriendo débilmente. Yo le prometí que estaría ahí cuando me necesitara.
Y ahora estaba sola en una estación vacía, con el humo del cigarrillo dibujando fantasmas en el aire.
Lucía empezó a llorar en silencio. La abracé torpemente. Nunca fuimos muy cariñosas; crecimos aprendiendo a sobrevivir cada una por su lado. Pero esa noche sentí que si no la abrazaba, me iba a romper en mil pedazos.
—¿Te acordás cuando mamá nos llevaba al parque Lezama? —le susurré—. Siempre decía que algún día íbamos a viajar juntas en tren hasta el fin del mundo.
Lucía asintió entre sollozos.
—Y miranos ahora —dijo—. No podemos ni llegar a Rosario.
El silencio se hizo pesado otra vez. Pensé en papá, que se fue cuando yo tenía diez años y nunca volvió a llamarnos. Pensé en mi hermano menor, Julián, que se fue a vivir a México buscando un futuro mejor y solo manda mensajes para Navidad. Pensé en todas las veces que quise huir y ahora solo quería volver atrás.
El celular vibró: un mensaje de tía Marta. «Tu mamá está muy débil. Si podés venir mañana temprano…» No terminé de leerlo; las lágrimas me nublaron la vista.
Lucía se levantó y empezó a caminar por el andén.
—No puedo quedarme acá toda la noche —dijo—. Me voy a casa de tía Marta. ¿Venís?
Negué otra vez. No podía moverme. Sentía que si salía de esa estación iba a perder lo último que me quedaba de mamá: la esperanza de verla una vez más.
La noche avanzó lenta y cruel. Escuché historias ajenas: una pareja discutiendo por celos, un hombre borracho llorando por su hijo perdido, una señora mayor rezando por su nieto desaparecido. Todos esperando algo o a alguien que tal vez nunca llegaría.
Cerca del amanecer, decidí caminar hasta el café de la esquina. Pedí un café cortado y me senté junto a la ventana, mirando cómo la ciudad despertaba indiferente a mi dolor.
Pensé en todo lo que no le dije a mamá: lo mucho que la admiraba por criarme sola, lo agradecida que estaba por sus sacrificios, lo arrepentida que estaba por todas las veces que le fallé.
A las seis de la mañana tomé el primer tren a Rosario. El viaje fue largo y silencioso; nadie hablaba, todos parecían cargar su propia pena.
Llegué al hospital al mediodía. Tía Marta me abrazó fuerte y me llevó hasta la habitación donde mamá dormía profundamente. Lucía estaba ahí también, con los ojos hinchados pero serenos.
Me senté junto a mamá y le tomé la mano fría y frágil.
—Perdón, vieja —le susurré—. Perdón por llegar tarde a todo.
No sé si me escuchó. No sé si sintió mi mano apretando la suya con desesperación. Solo sé que esa tarde mamá se fue tranquila, rodeada de sus hijas aunque fuera tarde para mí.
Volví a Buenos Aires con el corazón hecho trizas pero con una certeza: nunca más iba a dejar pasar un tren importante en mi vida por miedo o distracción.
Hoy paso todos los días frente a la estación Central y veo los rostros ansiosos de quienes esperan algo o a alguien. Me pregunto cuántos estarán perdiendo su tren sin darse cuenta.
¿Y vos? ¿Alguna vez perdiste un tren importante en tu vida? ¿Te diste cuenta a tiempo o fue demasiado tarde para volver atrás?