Cuando la vida se detiene en la Avenida Central

—¡¿Por qué no avanzamos, chofer?! —gritó un hombre al fondo, su voz rebotando en las ventanas empañadas del colectivo 32, mientras yo apretaba mi mochila contra el pecho y trataba de no mirar a nadie a los ojos. El calor era insoportable, el aire denso, y el murmullo de los pasajeros se mezclaba con el rugido lejano de los autos atrapados en el tráfico de la Avenida Central de Asunción.

La señora Ramona, la cobradora, se abrió paso entre los cuerpos sudorosos y se asomó a la cabina del chofer. De pronto, su rostro cambió. Se quedó quieta, como si hubiera visto un fantasma. Yo sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Algo no estaba bien.

—¡Abran la puerta! —gritó alguien más, y Ramona obedeció. El aire caliente de la calle entró como una bofetada. Afuera, una multitud se agolpaba alrededor de algo —o alguien— tirado en el asfalto. No podía ver bien, pero sentí que mi corazón latía más rápido. Un presentimiento oscuro me invadió.

—¡Es Don Eusebio! —dijo una mujer con voz temblorosa. Todos nos asomamos. Era cierto: Don Eusebio, el viejo lustrabotas que siempre saludaba a los pasajeros en la esquina del mercado, yacía inmóvil en medio de la calle. Un auto lo había atropellado y el conductor ni siquiera se detuvo.

El silencio dentro del colectivo fue absoluto. Nadie sabía qué decir. Yo sentí una punzada de culpa; esa mañana le había negado unas monedas porque estaba apurada. Mi abuela siempre decía: “Nunca le niegues ayuda a quien te mira a los ojos”. Pero yo tenía prisa, como siempre.

Mientras esperábamos a que llegara la ambulancia, mi mente empezó a divagar. Pensé en mi madre, en cómo me crió sola después de que mi papá nos abandonara para irse a Buenos Aires con otra mujer. Pensé en mi hermana menor, Lucía, que apenas tenía 10 años y ya sabía lo que era pasar hambre. Y pensé en mí misma: Camila, 23 años, estudiante de Derecho, trabajando medio tiempo en una farmacia para ayudar en casa y soñando con una vida mejor.

De repente, sentí una mano en mi hombro. Era Ramona.

—Camila, tu mamá está afuera —susurró.

Me levanté de un salto y bajé del colectivo. Allí estaba ella, con los ojos rojos y la cara desencajada.

—¿Qué pasó? —le pregunté.

—Es tu papá… —balbuceó—. Está aquí.

Sentí que el mundo se detenía. ¿Mi papá? ¿Después de todos estos años? No podía ser.

—¿Dónde? —pregunté, casi sin voz.

Ella señaló hacia la multitud. Me abrí paso entre la gente hasta que lo vi: parado junto a Don Eusebio, con la camisa manchada de sangre y las manos temblorosas. No era el hombre fuerte que recordaba; parecía más viejo, más pequeño.

—Camila… —dijo él al verme—. Hija…

No supe qué hacer. Quise abrazarlo y golpearlo al mismo tiempo. Todo el dolor de su abandono volvió como una ola furiosa.

—¿Por qué volviste? —le escupí—. ¿Por qué ahora?

Él bajó la cabeza.

—No podía seguir huyendo… Necesito pedirles perdón a vos y a tu mamá…

La gente empezó a murmurar. Algunos nos miraban con lástima; otros con curiosidad morbosa. Sentí vergüenza y rabia.

—¿Y creés que es tan fácil? —le dije—. ¿Que podés aparecer después de diez años y todo se arregla?

Él no respondió. Se arrodilló junto al cuerpo de Don Eusebio y empezó a llorar. Yo también lloré, pero por dentro: por mi infancia robada, por las noches en que mi mamá lloraba en silencio para que Lucía no la escuchara, por las veces que soñé con un papá que nunca estuvo.

La ambulancia llegó y se llevaron a Don Eusebio. El colectivo seguía detenido; nadie tenía prisa ya. Mi mamá me abrazó fuerte.

—Camila —me dijo al oído—, todos cometemos errores… Pero hay heridas que sólo sanan si las enfrentamos.

No supe qué responderle. Miré a mi papá una vez más antes de volver al colectivo. Él seguía allí, solo, mirando el asfalto como si buscara respuestas.

El viaje continuó en silencio. Nadie hablaba; todos parecían pensar en sus propios dolores, sus propias ausencias. Yo miré por la ventana y vi pasar los árboles secos del parque Caballero, los vendedores ambulantes esquivando autos, los niños jugando descalzos en la vereda.

Al llegar a mi parada, bajé sin mirar atrás. Caminé hasta casa con el corazón hecho un nudo. Lucía me esperaba sentada en la escalera.

—¿Viste a papá? —me preguntó con voz bajita.

Asentí.

—¿Y ahora qué vamos a hacer?

No supe qué decirle. Sólo la abracé fuerte y le prometí que todo iba a estar bien, aunque no sabía si era verdad.

Esa noche no pude dormir. Pensé en Don Eusebio y en todas las personas invisibles que cruzamos cada día sin mirar realmente quiénes son o qué sienten. Pensé en mi papá y en cómo el rencor puede consumirnos por dentro si no lo soltamos algún día.

A la mañana siguiente, encontré a mi mamá sentada en la mesa con una carta entre las manos. Era de mi papá: pedía perdón y decía que quería empezar de nuevo, aunque sabía que no sería fácil.

Nos miramos las tres: mi mamá, Lucía y yo. Por primera vez en mucho tiempo sentí que tal vez podíamos sanar juntas.

Ahora me pregunto: ¿cuántas veces dejamos pasar la oportunidad de perdonar o pedir perdón? ¿Cuántas vidas podrían cambiar si nos atreviéramos a mirar el dolor de frente?