El Regreso a Mí Misma: Silencios en la Casa de los Mendoza

Esa noche supe que Javier mentía. No fue por sus palabras, ni por su tono, sino por el silencio que llenó la sala de nuestra casa en San Miguel de Tucumán. El ventilador giraba lento, arrastrando el calor pegajoso de noviembre, y yo lo miraba esperando una respuesta. Él bajó la mirada, se frotó las manos y dejó que el silencio hablara por él.

—¿Por qué no me lo decís de una vez? —le pregunté, la voz temblorosa, sintiendo cómo la rabia se mezclaba con el miedo.

Javier suspiró. Ese suspiro largo, cansado, como si llevara años guardando algo que ya no podía sostener. Pero no dijo nada. Y ese silencio fue más cruel que cualquier mentira.

Mi madre, doña Mercedes, apareció en la puerta de la cocina con su delantal manchado de salsa. Nos miró a los dos, primero a mí, después a Javier. Sabía que algo pasaba, pero como siempre, prefirió callar. En mi familia los secretos se guardan como reliquias: se heredan, se cuidan y nunca se mencionan en voz alta.

Esa noche no dormí. Me quedé sentada en la cama mirando el techo, escuchando los grillos y el eco de ese silencio. Pensé en mi padre, don Ernesto, que murió hace tres años y dejó tras de sí una sombra larga y pesada. Pensé en mi hermano menor, Tomás, que se fue a Buenos Aires buscando un futuro mejor y apenas llama para Navidad. Pensé en mí misma: Lucía Mendoza, 34 años, profesora de literatura en una escuela pública, atrapada entre las expectativas ajenas y mis propios miedos.

Al día siguiente, mientras preparaba café en la cocina, mi madre entró sin mirarme.

—No le des tantas vueltas, hija —dijo mientras revolvía el azúcar en su taza—. Los hombres son así. Guardan cosas para no preocuparnos.

—¿Y vos? ¿Nunca te cansaste de callar? —le respondí con un nudo en la garganta.

Ella me miró por fin. Sus ojos marrones tenían ese brillo triste que sólo tienen las mujeres que han aprendido a resignarse.

—Una aprende a vivir con lo que le toca —susurró—. No hagas preguntas si no querés respuestas.

Pero yo sí quería respuestas. Esa tarde busqué a Javier en el taller donde arreglaba motos con su primo Darío. Lo encontré sentado en una banqueta, limpiándose las manos con un trapo viejo.

—Necesito saber la verdad —le dije sin rodeos.

Él me miró largo rato antes de hablar.

—Lucía… hay cosas que es mejor no remover. No quiero hacerte daño.

—Ya me lo estás haciendo —le respondí—. Prefiero una verdad dolorosa a una mentira cómoda.

Javier bajó la cabeza y murmuró:

—Perdí el trabajo hace dos meses. No quise decirte porque pensé que lo iba a solucionar rápido… pero no pude.

Sentí cómo el piso se abría bajo mis pies. Todo ese tiempo yo había sospechado otra cosa: una infidelidad, un secreto oscuro del pasado. Pero era algo más simple y más cruel: el miedo al fracaso, la vergüenza de no poder sostenernos.

Me senté a su lado y lloré en silencio. No por él, sino por mí misma. Por todos los años que pasé fingiendo que todo estaba bien, por todas las veces que callé para no incomodar a nadie.

Esa noche discutimos fuerte. Javier quería que lo entendiera, que lo apoyara sin reproches. Yo quería gritarle que estaba cansada de ser siempre la fuerte, la comprensiva, la que sostiene a todos mientras nadie me sostiene a mí.

—¿Y yo quién soy en esta historia? —le grité—. ¿La esposa paciente? ¿La hija ejemplar? ¿La hermana ausente?

Javier no supo qué decirme. Se fue a dormir al sillón y yo me quedé sola en la habitación, abrazando mi almohada como si fuera un salvavidas.

Los días siguientes fueron un desfile de silencios incómodos y miradas esquivas. Mi madre me traía mate cocido al cuarto y me acariciaba el pelo como cuando era chica. Yo quería contarle todo pero no podía romper esa barrera invisible que nos separaba desde siempre.

Una tarde recibí un mensaje de Tomás:

«¿Cómo están allá? Acá todo bien pero extraño el olor a tierra mojada después de la lluvia.»

Le respondí con un emoji y una foto del patio inundado después de la tormenta del domingo. Pensé en llamarlo pero no me animé. ¿Cómo explicarle todo lo que estaba pasando si ni yo misma lo entendía?

En la escuela los chicos notaron mi tristeza. Sofía, una alumna de tercer año, me dejó una nota en el escritorio: «Profe, si necesita hablar yo sé escuchar». Me hizo sonreír entre lágrimas. A veces los niños ven más de lo que los adultos queremos mostrar.

El viernes decidí enfrentarme a mi madre.

—¿Por qué nunca hablamos de lo que sentimos? —le pregunté mientras pelábamos papas para el guiso.

Ella se quedó callada un momento y luego dijo:

—Porque nos enseñaron que sentir es peligroso. Que mostrar debilidad es abrir la puerta al dolor.

—Pero igual duele —le respondí—. Aunque no lo digamos.

Me miró con ternura y me abrazó fuerte.

Esa noche hablé con Javier. Le dije que necesitaba tiempo para pensar, para reencontrarme conmigo misma. Él lloró por primera vez desde que lo conozco.

—No quiero perderte —me dijo entre sollozos.

—No me perdiste —le respondí—. Pero necesito encontrarme antes de seguir adelante juntos.

Me fui a dormir a casa de mi amiga Mariana esa semana. Hablamos hasta la madrugada sobre sueños rotos y nuevas oportunidades. Ella me animó a postularme para una beca en México para docentes latinoamericanos.

—¿Y si te vas? —me preguntó—. ¿No sería lindo empezar de nuevo?

Por primera vez en mucho tiempo sentí esperanza. Tal vez era hora de dejar atrás los silencios heredados y buscar mi propia voz.

Hoy escribo esto sentada en el patio con mi mate y mi cuaderno. Javier está buscando trabajo y yo estoy preparando los papeles para la beca. Mi madre me mira desde la ventana con una mezcla de orgullo y miedo.

A veces pienso en todo lo que callamos por miedo al qué dirán, por no romper la armonía aparente de la familia. Pero también pienso que sólo enfrentando esos silencios podemos volver a nosotros mismos.

¿Y ustedes? ¿Cuántas verdades han callado por miedo? ¿Hasta cuándo vamos a dejar que el silencio decida por nosotros?