El nombre que lo cambió todo

—¡No, mamá! ¡No puedes ponerle ese nombre! —gritó mi abuela, con la voz quebrada y los ojos llenos de rabia, mientras mi madre me sostenía en brazos, recién nacida, envuelta en una manta vieja que olía a humedad y a miedo.

Mi madre, Lucía, no respondió. Solo me apretó más fuerte contra su pecho, como si quisiera protegerme del mundo entero. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en las afueras de Tegucigalpa, y adentro el aire estaba cargado de resentimientos y secretos. Yo era apenas un bulto de carne y llanto, pero ya sentía el peso de las palabras que flotaban en la habitación.

—Se va a llamar Esperanza —dijo mi madre al fin, con una determinación que nunca antes le había escuchado. Mi abuela se llevó las manos a la cabeza y murmuró algo sobre maldiciones y destinos torcidos. Nadie en la familia había llevado ese nombre desde que mi tía Esperanza desapareció hace veinte años, en circunstancias que nadie se atrevía a mencionar.

Crecí escuchando historias a medias, susurros en la cocina cuando creían que yo dormía. «Esa niña va a traer problemas», decían las vecinas. «Mira que ponerle el nombre de la desaparecida…». Mi madre siempre me defendía, pero yo veía el miedo en sus ojos cada vez que alguien pronunciaba mi nombre.

La pobreza era nuestro pan de cada día. Mi madre trabajaba limpiando casas en el centro, salía antes del amanecer y volvía cuando ya era de noche. Mi abuela vendía tamales en la esquina, y yo la ayudaba después de la escuela. A veces no había suficiente para comer, pero nunca faltaban las discusiones.

—¿Por qué no le pusiste un nombre normal? —le reclamaba mi abuela a mi madre cada vez que algo salía mal—. Todo esto es por tu terquedad.

Yo me preguntaba si realmente era culpa mía cuando los hombres borrachos pasaban frente a nuestra casa gritando obscenidades, o cuando los niños en la escuela se burlaban de mí: «Esperanza perdida», «Esperanza muerta». Aprendí a pelear desde pequeña, a defenderme con palabras y con puños si era necesario.

Un día, cuando tenía diez años, encontré a mi madre llorando en la cocina. Tenía una carta entre las manos, escrita con tinta azul y letra temblorosa. Me acerqué despacio.

—¿Qué pasa, mamá?

Ella me miró como si me viera por primera vez.

—Nada, hija. Solo recuerdos —susurró, pero yo vi cómo escondía la carta en el cajón donde guardaba las fotos viejas.

Esa noche no pude dormir. Me levanté cuando todos roncaban y busqué la carta. Era de mi tía Esperanza, escrita poco antes de desaparecer. Hablaba de sueños rotos, de un amor prohibido y de miedo. «Si algún día tengo una hija, quiero que sepa que no todo está perdido», decía al final.

Guardé la carta bajo mi almohada y desde entonces sentí que llevaba un secreto demasiado grande para una niña tan pequeña.

Los años pasaron y la vida no se hizo más fácil. Mi madre enfermó de los pulmones y tuve que dejar la escuela para trabajar limpiando casas como ella. Mi abuela envejeció rápido, sus manos temblaban tanto que ya no podía hacer tamales. Yo era el sostén de la familia a los quince años.

Un día, mientras limpiaba una casa grande en el barrio rico, escuché una conversación entre la señora y su hija:

—¿Por qué esa muchacha se llama Esperanza? —preguntó la niña con curiosidad.

—Quién sabe —respondió la señora con desdén—. Seguro es cosa de pobres ponerle nombres así a sus hijos.

Sentí una rabia sorda crecer dentro de mí. ¿Por qué mi nombre tenía que ser motivo de burla? ¿Por qué cargar con el peso de una historia que ni siquiera era mía?

Esa noche enfrenté a mi madre.

—¿Por qué me pusiste ese nombre? ¿Por qué tenía que ser yo la que cargara con todo esto?

Mi madre me miró largo rato antes de responder.

—Porque quería que tuvieras algo que yo nunca tuve: esperanza. No importa lo que digan los demás, tu nombre es tuyo. Hazlo significar lo que tú quieras.

No supe qué decirle. Solo sentí ganas de llorar y gritarle al mundo entero.

Las cosas empeoraron cuando mi abuela murió. La casa se llenó de parientes lejanos que solo venían a ver qué podían llevarse. Discutieron por los pocos muebles viejos y hasta por las fotos amarillentas de la familia. Nadie me preguntó cómo me sentía. Nadie se quedó después del entierro.

Me sentí más sola que nunca. Mi madre estaba cada vez más enferma y yo apenas podía pagar las medicinas con lo poco que ganaba. Una noche, mientras le cambiaba el pañal a mi madre, ella me tomó la mano con fuerza.

—Perdóname por todo —me dijo con voz ronca—. Solo quería darte una vida mejor.

No supe qué responderle. Solo lloré en silencio mientras ella dormía.

Cuando mi madre murió, sentí que el mundo se acababa. No tenía a nadie más. Pensé en irme al norte, como tantos otros jóvenes del barrio, pero algo me detuvo: la carta de mi tía Esperanza seguía bajo mi almohada.

Una tarde lluviosa como aquella en la que nací, decidí buscar respuestas. Fui al archivo municipal y pedí los registros antiguos. Nadie quería ayudarme al principio, pero insistí hasta que una señora mayor se apiadó de mí.

Encontré un acta policial sobre la desaparición de mi tía: «Esperanza Martínez, 19 años, vista por última vez saliendo del colegio nocturno…» Nada más. Un vacío enorme donde debería haber estado su historia.

Salí del archivo con más preguntas que respuestas. Caminé bajo la lluvia hasta llegar al puente donde decían que habían visto a mi tía por última vez. Me quedé allí mucho tiempo, mirando el agua sucia correr bajo mis pies.

Pensé en todas las mujeres desaparecidas cuyas historias nadie cuenta. Pensé en mi madre, en mi abuela, en todas las Esperanzas perdidas y olvidadas.

Esa noche escribí una carta para mí misma:

«Querida Esperanza,
No eres una maldición ni un error. Eres el sueño de alguien que quiso cambiar su destino. Hazlo valer.»

Hoy sigo viviendo en la misma casa vieja, pero ya no siento vergüenza por mi nombre. Trabajo duro y estudio por las noches para terminar el bachillerato. A veces me siento sola, pero cuando escucho mi nombre sé que llevo conmigo la fuerza de todas las mujeres que vinieron antes.

¿Será posible romper el ciclo? ¿O estamos condenadas a repetir la historia una y otra vez? ¿Qué harías tú si tu nombre fuera tu única herencia?