No era el príncipe que soñé: la historia de Zulema y Pedro

—¿Por qué no contestas, Zulema? ¡Te estoy hablando! —La voz de Pedro retumbó en la cocina, haciendo vibrar los vasos en la mesa. Yo apreté el cuchillo con el que picaba cebolla, intentando que mis manos no temblaran. Afuera, el sol del mediodía caía a plomo sobre las calles polvorientas de nuestro barrio en Monterrey, pero dentro de la casa el aire era denso, casi irrespirable.

Nunca imaginé que mi vida llegaría a esto. Cuando conocí a Pedro, recién regresado del cuartel, parecía sacado de una telenovela: alto, fuerte, con esos ojos verdes que parecían leerme el alma y una sonrisa que derretía hasta a mi abuela. Yo era la chica sencilla de la colonia, la que ayudaba a su mamá en la tienda y soñaba con estudiar enfermería. Mis amigas decían que era bonita, pero junto a Pedro me sentía invisible.

—¿Zulema? —repitió él, ahora más bajo, casi un susurro amenazante.

—Perdón, Pedro… estaba distraída —respondí, forzando una sonrisa mientras le servía el plato de frijoles.

Al principio todo fue perfecto. Pedro me buscaba cada tarde; me llevaba a pasear en su moto por las avenidas llenas de jacarandas, me regalaba flores robadas del parque y me escribía cartas con versos de Sabines. Mi mamá, Doña Carmen, no estaba convencida. «Ese muchacho tiene mirada de tormenta», decía. Pero yo no escuchaba. ¿Cómo iba a hacerlo? Si cuando me besaba sentía que flotaba.

Nos casamos rápido, demasiado rápido. La boda fue sencilla: un vestido prestado, arroz en la puerta de la iglesia y cumbia hasta la madrugada. Pedro consiguió trabajo en una fábrica de autopartes y yo dejé mis sueños de enfermería para cuidar la casa. Al principio no me importó. Pensé que así debía ser.

Pero los días felices se fueron volviendo raros. Pedro llegaba cansado, a veces molesto. Empezó a beber con los amigos del trabajo. Una noche llegó tarde y cuando le pregunté dónde había estado, me miró con esos ojos verdes —ya no dulces, sino fríos— y me gritó que no era mi asunto.

—¿Qué te pasa? Antes eras diferente —le dije una vez.

—¡La vida cambia a uno! —me respondió, tirando la puerta.

Poco a poco, las palabras hirientes se volvieron rutina. «Eres una inútil», «no sirves para nada». Yo lloraba en silencio mientras lavaba los platos o barría el patio. Mi mamá intentó ayudarme:

—Hija, vente a la casa unos días —me suplicó por teléfono.

—No puedo, mamá… Pedro se enoja si salgo mucho —le respondí, sintiendo vergüenza y miedo.

Una tarde, mientras preparaba tortillas, escuché un golpe fuerte en la puerta. Era Pedro, borracho y furioso porque había perdido dinero en las apuestas. Me gritó cosas horribles y por primera vez levantó la mano contra mí. El dolor físico fue nada comparado con el dolor del alma. Esa noche dormí abrazada a mi almohada, preguntándome cómo había llegado hasta ahí.

Los meses pasaron y la situación empeoró. Mis amigas dejaron de visitarme porque Pedro las corría con insultos. Mi papá, Don Ernesto, quería enfrentarlo pero yo lo convencí de no hacerlo; temía que todo fuera peor. Me sentía sola, atrapada en una jaula invisible.

Un día descubrí que estaba embarazada. Pensé que eso cambiaría todo; que Pedro volvería a ser el hombre dulce del principio. Pero fue al revés: se volvió más violento y distante. Cuando nació mi hija Camila, él ni siquiera fue al hospital.

Cuidar a Camila me dio fuerzas. Por ella soporté humillaciones y golpes. Por ella aprendí a esconder dinero en los dobleces del colchón y a planear mi escape en silencio. Cada vez que Pedro salía de casa, yo respiraba hondo y le susurraba a mi hija: «Algún día vamos a ser libres».

Una noche de tormenta —el cielo rugía como si compartiera mi dolor— Pedro llegó peor que nunca. Me acusó de cosas absurdas y me empujó contra la pared. Camila lloraba en su cuna. Algo dentro de mí se rompió; ya no sentí miedo sino rabia.

—¡Ya basta! —grité con todas mis fuerzas— ¡No te tengo miedo!

Pedro se quedó helado unos segundos y luego salió dando portazos. Esa noche empaqué lo poco que tenía: ropa para Camila, documentos y algo de dinero escondido. Caminé bajo la lluvia hasta la casa de mi mamá.

—Mamá… ayúdame —fue todo lo que pude decir antes de romper en llanto.

Mi familia me recibió con los brazos abiertos. No fue fácil: hubo chismes en el barrio, miradas juzgonas en la iglesia y noches enteras sin dormir pensando si había hecho lo correcto. Pero poco a poco recuperé mi vida. Encontré trabajo como asistente en una clínica y volví a soñar con estudiar enfermería.

Pedro intentó buscarme varias veces; incluso fue a la casa gritando amenazas. Pero esta vez no estaba sola: mi papá lo enfrentó y mis hermanos llamaron a la policía. Con el tiempo dejó de aparecer.

Hoy Camila tiene cinco años y cada vez que la veo reír siento que valió la pena todo el dolor pasado. A veces me pregunto si alguna vez podré volver a confiar en alguien; si podré amar sin miedo. Pero también sé que soy más fuerte de lo que creía.

¿De qué sirve soñar con príncipes si al final somos nosotras quienes debemos salvarnos? ¿Cuántas mujeres más tendrán que pasar por esto antes de que algo cambie? Los leo…