La Maldición del Río: Confesiones de un Hijo del Agua

—¡No te atrevas a cruzar ese río, Emiliano! —gritó mi madre desde la puerta, su voz quebrada por el miedo y la furia—. ¡No sabes lo que hay del otro lado!

Pero yo ya tenía el machete en la mano y el corazón palpitando como si quisiera salirse del pecho. La lluvia caía con fuerza sobre el techo de lámina, y el olor a tierra mojada llenaba el aire. Tenía diecisiete años y la certeza arrogante de que nada podía tocarme. ¿Qué podía saber mi madre, si toda su vida había sido miedo y superstición? Yo quería más. Quería salir del rancho, comprarle una casa nueva, demostrarle a todos que Emiliano no era uno más de los pobres del pueblo.

Esa noche, mientras todos dormían, salí sigiloso hacia el río. El agua corría oscura y profunda, como una herida abierta en la tierra. Recordé las historias que contaba mi abuela: que en ese río vivía un hombre de agua, un ser que premiaba o castigaba según la pureza del corazón. Pero yo no creía en cuentos. Solo creía en el oro que, decían, se escondía entre las piedras del fondo.

Al llegar a la orilla, vi una figura encorvada junto a un árbol de ceiba. Era Lucinda, la vieja curandera del pueblo, con su rebozo raído y sus ojos como carbones encendidos.

—¿A dónde vas, Emiliano? —preguntó con voz ronca.

—A buscar lo que es mío —respondí, sin mirarla.

—El río no regala nada —dijo ella—. Solo toma lo que más amas.

Me reí. ¿Qué podía perder yo? No tenía nada. Ni padre, ni futuro, ni siquiera un par de zapatos decentes. Crucé el río ignorando su advertencia.

Esa noche encontré oro. No mucho, pero suficiente para soñar. Lo escondí bajo mi cama y volví cada noche, desafiando la corriente y las historias de los viejos. El oro empezó a multiplicarse: monedas antiguas, cadenas rotas, hasta una medalla con la Virgen de Guadalupe. Mi madre empezó a sospechar.

—¿De dónde sacas ese dinero? —me preguntó una tarde mientras cocinaba frijoles.

—Trabajo para don Ramiro —mentí.

Ella me miró con tristeza y miedo. Yo solo pensaba en irme lejos, comprarle una casa grande en la ciudad.

Pero pronto las cosas cambiaron. Una mañana encontré a mi hermana menor, Mariana, llorando junto al pozo.

—Soñé con papá —me dijo—. Me decía que no cruzara el río.

La ignoré. Pero esa noche, al volver del río con los bolsillos llenos de oro mojado, Mariana no estaba en casa. Buscamos por todo el pueblo. Nadie la había visto. Mi madre se desmoronó en llanto y rabia.

—¡Te lo dije! ¡El río se cobra lo suyo!

Yo no quería creerlo. Pero cada noche soñaba con Mariana llamándome desde el fondo del agua, su voz ahogada y lejana. Dejé de dormir. Dejé de comer. El oro empezó a pudrirse en mis manos: las monedas se cubrían de lodo, las cadenas se rompían solas.

Fui a buscar a Lucinda.

—¿Qué puedo hacer? —le rogué—. Devuélveme a mi hermana.

Ella me miró con lástima.

—El hombre del agua solo devuelve lo que nunca debiste tomar —susurró—. Tienes que devolverlo todo… y algo más.

Esa noche arrojé el oro al río, pieza por pieza. Lloré como nunca antes. Pero Mariana no volvió. Mi madre dejó de hablarme; su mirada era un reproche constante.

Pasaron los años. El pueblo cambió: llegaron turistas buscando las leyendas del río, pero nadie se atrevía a cruzarlo de noche. Yo me quedé solo, cuidando a mi madre enferma y escuchando cada gota de lluvia como si fuera la voz de Mariana llamándome desde el fondo.

Una tarde, mientras limpiaba el patio, vi a Lucinda sentada bajo la ceiba.

—¿Por qué yo? —le pregunté—. ¿Por qué no se llevó a otro?

Ella sonrió tristemente.

—Porque tú fuiste el único que no creyó en nada… hasta que lo perdiste todo.

Ahora soy yo quien advierte a los jóvenes del pueblo:

—No crucen el río por codicia —les digo—. El hombre del agua siempre cobra su precio.

A veces me pregunto si algún día podré perdonarme por lo que hice. ¿Cuántos de nosotros hemos perdido lo más valioso por querer tenerlo todo? ¿Y tú… hasta dónde llegarías por ambición?