Extraños en mi propia casa: el regreso de Mariana

—¿Por qué no vienes tú, Camila? —pregunté al teléfono, con la voz quebrada.

—No puedo, Mariana. Sabes que con los niños y el trabajo… Además, tú siempre fuiste la fuerte —me respondió mi hermana, desde Santiago, con esa frialdad que últimamente se había vuelto costumbre.

Colgué. El silencio de la casa de mis padres en Temuco era tan denso que dolía. Tres meses habían pasado desde que mamá murió y yo seguía sin poder entrar a su pieza. El olor a eucalipto y a café viejo seguía impregnado en las cortinas. Afuera llovía, como casi siempre en el sur. El portón oxidado crujió cuando lo abrí esa mañana de sábado, y sentí que cada paso era una traición a mi propio duelo.

La casa estaba igual y distinta. Las hortensias seguían floreciendo en el jardín, pero nadie las regaba. Los vecinos de toda la vida —la señora Rosa, don Ernesto— ya no estaban. Unos se habían ido con sus hijos a Santiago, otros alquilaron sus casas a estudiantes universitarios. El barrio era un fantasma de lo que fue.

Entré al living y vi la foto familiar sobre la repisa: mamá, papá, Camila y yo en el Lago Villarrica. Todos sonreíamos. Me pregunté si alguna vez volvería a sentir esa paz.

Me senté en el sofá y abrí la caja de cartas que mamá guardaba bajo llave. Ahí estaban las postales de Navidad, las cartas de amor de papá cuando era joven, y una que no reconocí: un sobre amarillo, dirigido a mí, con letra temblorosa.

«Mariana: Si lees esto es porque ya no estoy. Hay cosas que nunca te dije…»

El corazón me latía tan fuerte que tuve que apoyarme en la mesa. Mamá me confesaba en esa carta que la casa tenía una deuda hipotecaria que nunca pagó. Que confió en Camila para ayudarla, pero mi hermana nunca envió el dinero que prometió. Que temía perderlo todo.

Sentí rabia, tristeza y vergüenza. ¿Cómo podía Camila ocultarme algo así? ¿Por qué mamá no me lo dijo antes?

Esa noche no dormí. Escuchaba los pasos de mi infancia en el pasillo, los gritos de papá viendo fútbol, las risas de mamá cocinando sopaipillas en invierno. Todo eso parecía tan lejano ahora.

Al día siguiente, fui a ver a don Ernesto, el único vecino que quedaba. Me abrió la puerta con su bastón y me miró con compasión.

—Su mamá era buena gente, hija. Pero estaba muy sola al final —me dijo—. Yo vi cuando venían unos hombres del banco a dejar papeles… Ella lloraba mucho.

Me sentí culpable por no haber estado más presente. Por haberme ido a estudiar a Valdivia y luego quedarme trabajando allá. Por dejarle todo a Camila.

Volví a casa y llamé a mi hermana.

—¿Por qué no me dijiste nada de la deuda? —le pregunté sin rodeos.

—No quería preocuparte —me respondió, pero su voz temblaba—. Mamá me pidió ayuda y yo… yo no pude juntar el dinero. Pensé que todo se arreglaría.

—¿Y ahora qué hacemos? El banco puede quitarnos la casa —le dije, sintiendo un nudo en la garganta.

—Véndela —dijo ella, casi sin pensarlo—. Ya nadie vive ahí. Es solo una casa vieja.

Sentí que me arrancaban el corazón. ¿Solo una casa vieja? Era nuestro hogar, el lugar donde aprendimos a andar en bicicleta, donde mamá nos curaba las rodillas raspadas, donde papá nos contaba historias de su infancia mapuche.

Esa tarde recorrí cada rincón: la cocina con las ollas colgadas, el patio donde enterramos a nuestro perro Rayo, el altillo lleno de juguetes rotos y cuadernos escolares. Cada objeto era un pedazo de mi vida.

Lloré como no lloraba desde niña. Lloré por mamá, por papá, por mí misma y por esa familia que ya no existía más que en recuerdos borrosos.

Los días siguientes fueron una pesadilla: llamadas del banco, abogados pidiendo papeles, Camila insistiendo en vender todo rápido para «empezar de nuevo». Yo me aferraba a cada foto, cada carta, cada olor familiar como si así pudiera detener el tiempo.

Una tarde lluviosa llegó un hombre joven a la puerta.

—¿Usted es Mariana? Soy Tomás, el nuevo inquilino de la casa de al lado —dijo con una sonrisa tímida—. Vi luz y pensé que podía necesitar algo.

Le agradecí y le invité un café. Hablamos horas sobre cómo había cambiado el barrio, sobre nuestras familias rotas por la distancia y el trabajo. Me contó que él también había perdido a su madre hacía poco y que sentía ese mismo vacío.

—Uno nunca se acostumbra a ser extranjero en su propia historia —me dijo Tomás antes de irse.

Esa frase me quedó dando vueltas toda la noche.

El día que llegaron los del banco para hacer el inventario final sentí que moría un poco más por dentro. Firmé los papeles con manos temblorosas mientras Camila me hablaba por videollamada desde su departamento moderno en Santiago.

—Ya está hecho —me dijo—. Ahora podemos seguir adelante.

Pero yo no podía avanzar. Me quedé sola en el umbral de la casa vacía mientras caía la lluvia del sur sobre mi rostro. Cerré los ojos y escuché por última vez las voces del pasado: «Mariana, ven a comer», «No te olvides del paraguas», «Te quiero mucho».

Me fui caminando bajo la lluvia hacia ninguna parte, sintiendo que algo dentro de mí se había roto para siempre.

Ahora me pregunto: ¿cuándo una casa deja de ser un hogar? ¿Es posible reconstruir lo perdido o solo nos queda aprender a vivir con los fantasmas?