Ya no volveré: La historia de una abuela invisible
—Ya no voy a volver, Mariana. No puedo más—. Mi voz tembló, pero no me retracté. Mariana me miró con ese gesto frío que aprendió a usar desde que entró en la familia, como si yo fuera una sombra más en la casa.
—¿Y ahora quién va a cuidar a Emiliano?—me preguntó, sin siquiera mirarme a los ojos, mientras revisaba su celular.
Me quedé parada en la puerta, con la bolsa del mandado aún colgando de mi brazo. Emiliano jugaba en el suelo, ajeno al drama de los adultos. Sentí un nudo en la garganta, pero también una extraña sensación de alivio.
Siempre pensé que ayudar a la familia era mi deber. Que si tenía salud y fuerzas, debía estar donde me necesitaran. Cuando mi hijo, Andrés, y su esposa me pidieron ayuda con el niño, ni lo dudé. «La abuela siempre ayuda», me repetía. Al principio pensé que serían unas horas al día, pero pronto se volvió una jornada completa: desde preparar el desayuno hasta lavar los platos de la cena.
Mariana empezó a dejarme listas de cosas por hacer: «Lava la ropa de Emiliano, por favor»; «¿Puedes limpiar la cocina?»; «Se acabó el gas, ¿puedes llamar al repartidor?». Al principio lo hacía con gusto, pensando que era temporal. Pero los días se hicieron semanas y las semanas, meses. Mi hijo trabajaba hasta tarde y apenas me veía cuando llegaba. Mariana salía con amigas o se encerraba en su cuarto a trabajar en la computadora.
Una tarde, mientras doblaba la ropa de Emiliano, escuché a Mariana hablando por teléfono en voz baja:
—Sí, mi suegra viene todos los días. Es como tener empleada gratis—. Se rió. Sentí que el piso se abría bajo mis pies.
Esa noche lloré en silencio en mi cama. Recordé cuando era joven y mi madre me decía: «No te dejes pisotear, hija». Pero yo siempre fui de las que aguantan, de las que ponen la otra mejilla por la familia. Pensé en hablar con Andrés, pero él siempre estaba cansado o distraído. «Mamá, ayúdanos un poco más, por favor», me decía sin mirarme.
Un día llegué y encontré a Mariana maquillándose frente al espejo. Ni siquiera volteó a verme.
—Hoy tienes que bañar a Emiliano y llevarlo al parque. Yo tengo cita en el salón—me dijo como si fuera lo más normal del mundo.
—Mariana, yo también tengo cosas que hacer—me atreví a decirle.
—¿Qué cosas? Si ya estás jubilada—respondió con desdén.
Sentí rabia y vergüenza al mismo tiempo. ¿Eso pensaban de mí? ¿Que mi vida ya no valía nada más que para servirles?
Las cosas empeoraron cuando Mariana empezó a dejarme dinero sobre la mesa. «Para el camión», decía. Pero yo sabía que era su forma de pagarme sin decirlo. Me sentí humillada.
Un domingo, durante la comida familiar, intenté hablar con Andrés delante de todos.
—Hijo, creo que necesito descansar un poco—le dije.
Mariana me interrumpió:
—¿Descansar de qué? Si sólo cuidas al niño y ves novelas—soltó entre risas.
Andrés no dijo nada. Mi nuera tenía razón: para ellos yo era invisible.
Esa noche no pude dormir. Pensé en todas las veces que postergué mis sueños por los demás: cuando dejé de estudiar para cuidar a mis hermanos, cuando trabajé doble turno para pagarle la universidad a Andrés, cuando cuidé a mi esposo enfermo hasta el final. ¿Y ahora? Ahora era sólo «la abuela», la sirvienta gratuita.
Al día siguiente llegué temprano como siempre. Mariana ni siquiera saludó. Me dejó una lista interminable de tareas y se fue sin despedirse. Mientras barría el patio, sentí un dolor agudo en la espalda y tuve que sentarme. Emiliano se acercó y me abrazó fuerte.
—No llores, abuelita—me dijo con su vocecita dulce.
Fue entonces cuando decidí que ya era suficiente. Me levanté y fui directo a buscar a Mariana.
—Ya no voy a volver, Mariana. No puedo más—le dije con firmeza.
Ella se encogió de hombros.
—Haz lo que quieras—respondió sin emoción.
Salí de esa casa sintiéndome ligera por primera vez en años. Caminé despacio hasta mi casa y preparé un café para mí sola. Miré mis manos arrugadas y pensé en todo lo que había dado sin recibir nada a cambio.
¿En qué momento dejamos de ser personas para convertirnos en herramientas útiles para otros? ¿Cuándo se perdió el respeto y el cariño?
Hoy me pregunto si hice bien en aguantar tanto tiempo. ¿Cuántas abuelas hay allá afuera viviendo lo mismo? ¿Hasta cuándo vamos a permitirlo?