Cartas bajo la lluvia: el secreto de mi padre

—¿Por qué nunca me dijiste la verdad, mamá? —grité, apretando en mis manos la carta amarillenta que acababa de sacar del fondo de la caja. El eco de mi voz rebotó en las paredes vacías del apartamento, ahora tan silencioso desde que ella se fue. Afuera, la lluvia golpeaba los techos de zinc de nuestro barrio en Medellín, como si quisiera borrar los recuerdos que se acumulaban en cada rincón.

Había pasado toda mi vida creyendo una sola versión: que mi papá, Julián, nos había dejado cuando yo tenía cinco años. Mi mamá, Rosa, siempre decía lo mismo: “Tu papá no supo ser hombre, nos abandonó por otra vida”. Y yo crecí con ese rencor, con esa herida abierta que nunca cerró. Pero ese día, mientras sacaba ropa vieja y fotos descoloridas para donar, encontré la caja de cartón. Olía a polvo y a algo más: a secretos guardados demasiado tiempo.

La primera carta estaba dirigida a mí. «Para mi Lucía, cuando seas grande y quieras saber la verdad». Mi corazón latió tan fuerte que sentí que iba a romperse. Abrí el sobre con manos temblorosas.

«Mi niña,

No sé si algún día leerás esto. No sé si tu mamá te dejará saber quién fui realmente. Pero quiero que sepas que nunca te abandoné. Me obligaron a irme. La violencia aquí no perdona a nadie, y cuando me negué a trabajar para ellos, amenazaron con matarnos a las dos. Tu mamá creyó que lo mejor era que desapareciera, para protegerlas. No sé si fue lo correcto, pero cada día pienso en ti.

Con amor,
Tu papá»

Me senté en el suelo frío, rodeada de cartas fechadas año tras año. Todas contaban la misma historia: un hombre huyendo de los paramilitares, escondiéndose en pueblos lejanos, mandando cartas que nunca llegaron a mis manos. Mi mamá las guardó todas, sin decirme nada.

—¿Por qué hiciste esto? —susurré al aire, como si ella pudiera responderme desde donde estuviera.

Recordé tantas veces en que le pregunté por mi papá. Su mirada dura, su silencio. «No preguntes más», me decía. Y yo aprendí a odiar a un fantasma.

Esa noche no pude dormir. Leí cada carta una y otra vez. Descubrí que mi papá había intentado regresar varias veces, pero siempre alguien lo detenía. Que mandaba dinero cuando podía, aunque mi mamá nunca me dijo de dónde venía ese billete extra en diciembre. Que me amaba, aunque yo crecí pensando lo contrario.

Al día siguiente fui a ver a mi tía Carmen. Ella siempre fue la oveja negra de la familia, la que decía verdades incómodas.

—Tía, ¿tú sabías esto? —le mostré las cartas.

Ella suspiró y bajó la mirada.

—Tu mamá solo quería protegerte, Lucía. Aquí nadie está limpio. Tu papá se metió con gente peligrosa sin quererlo y después ya no pudo salir. Rosa tenía miedo todo el tiempo…

—¿Y yo? ¿Quién me protegió a mí de crecer odiando a mi propio padre?

Carmen me abrazó fuerte. Lloramos juntas por todo lo perdido.

Esa semana busqué a mi papá en Facebook, en registros públicos, pregunté a viejos amigos del barrio. Nadie sabía nada concreto. Algunos decían que lo habían visto en Pasto, otros que se fue a Ecuador. Nadie sabía si estaba vivo o muerto.

Una noche soñé con él: me abrazaba bajo la lluvia y me decía al oído: «Perdóname».

Desperté con el corazón apretado y una decisión tomada. Escribí una carta para él y la publiqué en redes sociales:

«Papá,

Si estás vivo y lees esto, quiero que sepas que ya no te odio. Que entiendo tu miedo y tu dolor. Que me hubiera gustado crecer contigo, pero ahora sé que hiciste lo que pudiste para salvarnos. Te perdono y te busco.

Tu hija,
Lucía»

La carta se compartió cientos de veces. Recibí mensajes de desconocidos contando historias parecidas: padres ausentes por miedo, por pobreza, por amenazas. Madres solas tomando decisiones imposibles.

Un mes después recibí un mensaje privado:

«Lucía,

Soy amigo de tu papá. Él está vivo en Ipiales. Siempre habla de ti. Si quieres verlo, puedo ayudarte».

Lloré como nunca antes. Llamé al número que me dieron y escuché una voz temblorosa al otro lado:

—¿Lucía?
—Papá…

No recuerdo qué más dijimos entre lágrimas y silencios largos. Solo sé que sentí que una parte de mí volvía a nacer.

Viajé dos días en bus hasta Ipiales. Cuando lo vi esperándome en la terminal, supe que el tiempo no borra el amor verdadero. Nos abrazamos bajo una lluvia fina y fría.

—Perdóname por todo —me dijo—. Nunca quise dejarte sola.
—Ya no importa —le respondí—. Lo importante es que estamos aquí.

Pasamos horas hablando de todo y de nada: de mi infancia sin él, de sus años escondido, del miedo constante y del amor silencioso que nos unió pese a todo.

Regresé a Medellín con el corazón más ligero y una nueva verdad: las historias familiares nunca son tan simples como parecen desde afuera.

Ahora miro las cartas viejas y pienso en cuántos niños crecen odiando sin saber toda la historia; cuántas madres callan para proteger; cuántos padres desaparecen para salvar lo poco que aman.

¿Vale la pena vivir con rencor cuando la verdad puede sanar? ¿Cuántas familias más esconden secretos bajo el polvo del miedo? ¿Y tú… te atreverías a buscar tu propia verdad?