Te fuiste para que yo pudiera nacer
—¿Otra vez sopa verde, Kasia? —la voz de Julián retumbó en la cocina, cortando el aire como un cuchillo. Yo, con las manos aún cubiertas de harina, me giré para mirarlo. Tenía los ojos cansados, la camisa arrugada y esa expresión de derrota que se había vuelto habitual desde hacía meses.
—Es barszcz, Julián. Como el que hacía mi abuela en Zacatecas —intenté sonreír, pero mi voz tembló. Había pasado toda la tarde preparando pierogi con papas y repollo, recordando los días en que creía que el amor podía con todo. Cinco años de matrimonio y ni un solo llanto de bebé en la casa. Ni un par de zapatitos diminutos junto a la puerta. Solo nosotros dos y el eco de lo que no llegaba.
Julián se sentó sin mirarme. El silencio era tan denso que podía sentirlo en los huesos. Me senté frente a él, sirviendo la sopa con manos temblorosas. «Los médicos dicen que aún hay esperanza», murmuré, como si repetirlo pudiera hacerlo real.
Él soltó una risa amarga. —¿Esperanza? ¿Cuántas veces más vamos a escuchar eso? ¿Cuántas veces más vas a llorar en el baño para que yo no te escuche?
Sentí un nudo en la garganta. No quería llorar, no frente a él, no otra vez. Pero las lágrimas me ardían detrás de los ojos. —Julián, yo también sufro. No eres el único que sueña con un hijo.
Él empujó el plato a un lado y se levantó bruscamente. —No puedo más, Kasia. No puedo seguir fingiendo que esto es suficiente.
La puerta se cerró tras él con un golpe seco. Me quedé sola, con la mesa puesta y el aroma del barszcz llenando la casa vacía.
Esa noche dormí abrazada a una almohada, escuchando los ruidos del barrio: los perros ladrando, una cumbia lejana, el motor de una moto acelerando en la esquina. Pensé en mi madre, en cómo siempre decía que Dios aprieta pero no ahorca. Pero yo sentía que me estaba asfixiando.
Los días siguientes fueron una rutina mecánica: trabajo en la panadería por las mañanas, regreso a casa por las tardes, preparar la cena para dos aunque solo comiera yo. Mis amigas me llamaban para invitarme a tomar café o ir al parque, pero yo siempre encontraba una excusa para quedarme encerrada.
Una tarde, mientras acomodaba las charolas de pan dulce, llegó doña Rosa con su nieta Lucía. La niña tenía los ojos grandes y curiosos, y al verme me sonrió con esa inocencia que solo tienen los niños.
—¿Me das una concha rosa? —preguntó Lucía, estirando una moneda hacia mí.
Le serví la concha más grande y le guiñé un ojo. —Para ti, princesa.
Doña Rosa me miró con ternura. —No te encierres tanto, mija. La vida sigue aunque duela.
Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Pero al día siguiente, algo cambió. Me levanté temprano y salí a caminar por el parque. El aire fresco me despejó la mente y por primera vez en meses sentí que podía respirar.
Empecé a aceptar las invitaciones de mis amigas. Fuimos al cine, a bailar salsa los viernes en el club del barrio, a tomar café en la plaza mientras veíamos pasar a la gente. Poco a poco, el dolor dejó de ser una herida abierta y se volvió una cicatriz.
Un domingo por la tarde, mientras ayudaba a organizar una kermés para recaudar fondos para el hospital local, conocí a Mateo. Era voluntario como yo y tenía una risa contagiosa. Al principio solo hablábamos de cosas triviales: el clima, el precio del jitomate, lo difícil que era conseguir buenos libros en la biblioteca del pueblo.
Pero una tarde, mientras colgábamos banderines de colores en la plaza, Mateo me preguntó:
—¿Por qué siempre tienes esa mirada triste?
Me sorprendió su franqueza. Dudé antes de responder.
—Perdí algo que nunca tuve —dije finalmente—. Y me costó mucho aceptarlo.
Mateo asintió en silencio. No preguntó más, solo me ofreció su compañía y su risa.
Con el tiempo aprendí a reír otra vez. A disfrutar los pequeños momentos: un atardecer naranja sobre los cerros, el olor del pan recién horneado, las carcajadas de Lucía cuando venía a comprarme dulces.
Un día recibí una carta de Julián. Decía que estaba bien, que necesitaba encontrar su propio camino y que esperaba que yo pudiera hacer lo mismo. No sentí rabia ni tristeza; solo gratitud por lo vivido y por lo aprendido.
Meses después, doña Rosa enfermó y me pidió cuidar de Lucía mientras ella estaba en el hospital. Al principio dudé; temía encariñarme demasiado y volver a sentir ese vacío si tenía que dejarla ir. Pero acepté.
Lucía llenó mi casa de risas y dibujos pegados en la nevera. Me enseñó a ver la vida con otros ojos: los suyos, llenos de asombro y esperanza.
Cuando doña Rosa regresó del hospital, me abrazó fuerte y me susurró al oído:
—Gracias por devolverle la alegría a mi nieta… y por recuperar la tuya.
Esa noche entendí que uno puede renacer incluso después de perderlo todo. Que hay muchas formas de ser madre: algunas nacen del vientre, otras del corazón.
A veces me pregunto si Julián encontró lo que buscaba o si sigue buscando respuestas en otros brazos o ciudades lejanas. Yo encontré paz aquí, entre panes dulces y risas prestadas.
Y ahora les pregunto: ¿cuántas veces tenemos que perderlo todo para descubrir quiénes somos realmente? ¿Cuántas formas hay de renacer cuando creemos que todo está perdido?