Fragmentos que no se pueden juntar
—¿Por qué tuviste que irte así, mamá? —susurré, sentada en el suelo frío de la despensa, con la caja entre las piernas. El polvo se levantó como un fantasma cuando la abrí, y por un segundo sentí que el aire se llenaba de su perfume a jazmín y café recién hecho. Afuera, en la cocina, mi tía Rosa discutía con mi hermano Julián sobre quién debía quedarse con la casa. Yo solo quería entender por qué todo se había roto tan rápido.
La caja estaba llena de cartas, fotos en blanco y negro, y una medalla de la Virgen de Guadalupe. Saqué una carta arrugada, escrita con la letra apretada de mi madre: «Alicia, si algún día encuentras esto, quiero que sepas que hice lo mejor que pude». Me temblaron las manos. ¿Qué había hecho mi madre? ¿Por qué sentía que todo lo que quedaba de ella eran fragmentos imposibles de juntar?
El funeral fue un caos. Mi abuela lloraba en silencio, mi padre no paraba de mirar el reloj como si esperara que todo terminara pronto. Los vecinos murmuraban: «Pobre Alicia, tan joven para quedarse sin madre». Pero nadie sabía lo que pasaba puertas adentro. Nadie sabía de las peleas nocturnas, de los gritos ahogados por el miedo a que los vecinos escucharan. Nadie sabía de las veces que mi madre me abrazó en la oscuridad y me dijo: «No te preocupes, mija, todo va a estar bien».
Pero no estuvo bien. No después de que mi padre se fuera con otra mujer del barrio y mi madre se quedara sola, trabajando doble turno en la panadería para darnos de comer. No después de que Julián empezara a juntarse con los muchachos del barrio y llegara tarde, oliendo a alcohol y marihuana. No después de que yo misma dejara la universidad porque no podía pagarla y me pusiera a limpiar casas para ayudar con los gastos.
—Alicia, ¿qué haces ahí metida? —la voz de mi tía Rosa me sacó del trance—. Ven a ayudarme con las cosas de tu mamá.
—Ya voy —respondí, pero no me moví. Seguí leyendo las cartas. Había una para Julián, otra para mi abuela, incluso una para mi padre. Todas llenas de disculpas y promesas rotas. Sentí rabia. ¿Por qué tenía que cargar yo con todos esos pedazos?
Esa noche, mientras todos dormían, bajé al patio trasero con la caja. Me senté bajo el limonero donde mi madre solía colgar la ropa y leí cada carta bajo la luz amarilla del foco. Descubrí secretos: un amor prohibido antes de conocer a mi padre, un aborto del que nunca habló, una pelea con su hermana mayor que nunca se resolvió. Cada carta era un pedazo más del rompecabezas imposible.
Al día siguiente, Julián entró a mi cuarto sin tocar.
—¿Tienes algo mío? —preguntó con voz ronca.
Le tendí su carta. La leyó en silencio y luego me miró con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Por qué nunca nos dijo nada? —susurró.
—Tal vez porque tenía miedo —le respondí—. O porque pensó que era mejor así.
Julián se fue sin decir nada más. Yo me quedé mirando el techo, preguntándome si alguna vez podríamos perdonarla o perdonarnos a nosotros mismos por no haber visto su dolor.
Los días pasaron entre discusiones por la herencia y silencios incómodos en la mesa del comedor. Mi abuela rezaba el rosario todas las noches, pidiendo por el alma de su hija y por nosotros, los nietos perdidos en el dolor. Yo salía a caminar por las calles polvorientas del barrio, buscando respuestas en los rostros de los vecinos, en los murales descoloridos, en el olor a pan dulce que salía de la panadería donde mi madre trabajó hasta el último día.
Una tarde encontré a Don Ernesto, el dueño de la panadería, sentado en la banqueta.
—Tu mamá era una mujer fuerte —me dijo sin mirarme—. Pero también muy sola.
Sentí un nudo en la garganta.
—¿Usted sabía lo que le pasaba?
Don Ernesto asintió despacio.
—A veces uno quiere ayudar, pero no sabe cómo. Y cuando se da cuenta ya es tarde.
Me fui llorando a casa. Esa noche abrí la última carta de la caja. Era para mí:
«Alicia,
Sé que te dejo muchas preguntas sin respuesta. Ojalá pudiera explicarte todo lo que sentí, todo lo que callé para protegerlos. No fui perfecta, pero siempre te amé con todo mi corazón. Perdóname por no ser más fuerte. Cuida de tu hermano y no pierdas la esperanza. La vida duele, pero también sabe sanar si le das tiempo.
Con amor,
Mamá»
Me quedé abrazando esa carta hasta quedarme dormida. Soñé con mi madre joven, riendo bajo el limonero, llamándonos a Julián y a mí para merendar pan dulce y leche caliente.
El tiempo pasó y poco a poco fuimos recogiendo los pedazos rotos de nuestra familia. Julián consiguió trabajo en una ferretería y dejó las malas juntas. Yo volví a limpiar casas, pero esta vez con menos rabia y más esperanza. Mi tía Rosa se fue llevándose solo un par de manteles viejos y mi abuela siguió rezando por todos nosotros.
A veces me siento bajo el limonero con la caja vieja a mi lado y pienso en todo lo que no se puede juntar: los sueños rotos, las palabras no dichas, los abrazos perdidos. Pero también pienso en lo que sí queda: el amor imperfecto de una madre, la fuerza para seguir adelante y la esperanza de que algún día podamos perdonarnos.
¿Será posible juntar los fragmentos rotos de una familia? ¿O solo aprendemos a vivir con ellos, como cicatrices que nos recuerdan lo mucho que amamos?