Cuando la soledad llama a la puerta
—¿Por qué me dejaste sola, mamá? —susurré, apretando entre mis manos la bufanda que todavía olía a su perfume de gardenias. La casa estaba en silencio, tan callada que podía escuchar el tic-tac del reloj heredado de mi abuela. Afuera, la ciudad de Medellín rugía con su tráfico y sus vendedores ambulantes, pero aquí adentro el tiempo se había detenido desde el día en que mamá se fue.
No era solo ella. Dos semanas después, Simón, mi gato naranja y perezoso, se acurrucó en su manta favorita y simplemente no despertó. Quince años juntos, quince años de maullidos y ronroneos que llenaban los huecos de mi vida. Ahora, ni siquiera el eco de sus pasos quedaba en este apartamento pequeño y desordenado.
Me llamo Mariana Torres. Tengo treinta y cuatro años y, hasta hace poco, creía que la vida era una sucesión de rutinas: levantarme temprano, tomar el bus atestado hasta la oficina de contabilidad donde trabajo, regresar a casa con una bolsa de pan y queso, ver telenovelas con mamá y escuchar las historias de su juventud en el campo antioqueño. Ahora, todo eso era un recuerdo borroso.
La gente dice que el tiempo lo cura todo. Pero no dicen cómo llenar las horas vacías ni cómo soportar el peso de la soledad cuando cae la noche. Mis amigas intentaron ayudarme al principio: mensajes por WhatsApp, invitaciones a salir. Pero yo siempre encontraba una excusa para quedarme en casa. «No tengo ánimo», «tengo mucho trabajo», «me duele la cabeza». Mentiras piadosas para no enfrentar la realidad: tenía miedo de salir al mundo sin mamá ni Simón.
Una tarde lluviosa de junio, mientras miraba por la ventana cómo el agua golpeaba los techos de zinc del barrio, escuché un golpe en la puerta. Me sobresalté. Nadie venía a visitarme sin avisar. Dudé en abrir, pero la curiosidad pudo más.
—¿Quién es? —pregunté con voz temblorosa.
—Soy yo, tía Mariana —respondió una vocecita familiar.
Era Valentina, mi sobrina de diez años. Hija de mi hermano Julián, quien se había ido a vivir a Bogotá hacía años y apenas llamaba en Navidad. Valentina venía sola, empapada hasta los huesos, con una mochila rosa y los ojos grandes llenos de lágrimas.
—¿Qué pasó, mi amor? —la abracé fuerte, sintiendo su cuerpecito temblar contra el mío.
—Papá se fue otra vez… Mamá está trabajando doble turno y no puede cuidarme. ¿Puedo quedarme contigo?
No supe qué decir. Mi primer impulso fue negarme: ¿cómo iba a cuidar de alguien si apenas podía cuidar de mí misma? Pero al ver su carita triste, recordé las palabras de mamá: «Uno nunca está realmente solo mientras tenga a alguien a quien amar».
Así empezó nuestra nueva vida juntas. Al principio fue difícil. Valentina lloraba por las noches y yo también, aunque trataba de esconderlo. La casa se llenó de dibujos infantiles pegados en la nevera y risas tímidas durante el desayuno. Poco a poco, fui saliendo del letargo.
Un día, mientras caminábamos por el parque Laureles, Valentina se detuvo frente a una caja de cartón que se movía levemente.
—Tía, mira…
Dentro había un gatito gris, flaco y asustado. Valentina me miró suplicante.
—¿Podemos llevarlo a casa?
Pensé en Simón y sentí un nudo en la garganta. Pero también sentí algo más: una chispa de esperanza.
—Claro que sí —le sonreí—. Vamos a cuidarlo juntas.
Llamamos al gatito Tomás. Pronto se convirtió en el rey del apartamento: dormía en nuestra cama, perseguía sombras por el pasillo y nos hacía reír con sus travesuras. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que la vida volvía a tener sentido.
Pero la felicidad nunca es completa ni sencilla. Un sábado por la mañana recibí una llamada inesperada: era Julián.
—Mariana —su voz sonaba cansada—, necesito hablar contigo sobre Valentina.
Mi corazón se aceleró. Temía que viniera a llevársela o que quisiera desentenderse por completo.
—¿Qué pasa?
—Las cosas están difíciles aquí… No puedo cuidar de Valentina ahora mismo. Pero tampoco quiero perderla. ¿Puedes quedártela un tiempo más?
Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué siempre me tocaba a mí cargar con los problemas de todos? Pero cuando miré a Valentina jugando con Tomás en la sala, supe que no podía decirle que no.
—Claro que sí —respondí—. Aquí tiene su casa.
Esa noche lloré en silencio mientras Valentina dormía abrazada al gatito. Lloré por mamá, por Simón, por mi hermano ausente y por mí misma. Pero también lloré de alivio porque ya no estaba sola.
Los meses pasaron y aprendimos a ser familia: improvisamos cenas con arroz y huevo cuando el dinero escaseaba; celebramos cumpleaños con torta casera y globos reciclados; nos reímos viendo películas viejas los domingos por la tarde. A veces discutíamos —Valentina quería quedarse despierta hasta tarde o no quería hacer tareas— pero siempre terminábamos abrazadas.
Un día recibí una carta del banco: querían embargar el apartamento por unas deudas viejas que mamá había dejado sin pagar. Sentí que el mundo se derrumbaba otra vez.
—¿Nos vamos a quedar sin casa? —preguntó Valentina con voz asustada.
No supe qué responderle. Pasé noches enteras buscando soluciones: hablé con abogados comunitarios, pedí ayuda a vecinos y hasta vendí algunas cosas para juntar dinero. Al final logré negociar un plan de pagos, pero cada mes era una lucha contra el reloj y contra el miedo al futuro.
En medio de todo ese caos, aprendí algo importante: la vida nunca será perfecta ni justa, pero siempre hay espacio para el amor y la esperanza si uno se atreve a abrirle la puerta.
Hoy escribo estas líneas mientras Valentina hace su tarea sentada en la mesa del comedor y Tomás duerme hecho un ovillo junto a ella. Afuera sigue lloviendo sobre Medellín, pero aquí adentro ya no hay silencio ni soledad: hay risas, maullidos y sueños compartidos.
A veces me pregunto: ¿cuántas personas estarán ahora mismo sintiéndose tan solas como yo me sentí? ¿Cuántos estarán esperando que alguien —o algo— les devuelva las ganas de vivir? ¿Y si todos nos atreviéramos a abrirle la puerta al amor cuando menos lo esperamos?