Treinta años y un adiós: Cuando el amor se va sin mirar atrás

—Me voy, Lucía. Me voy con Mariana a Buenos Aires. —La voz de Ernesto sonó tan tranquila que por un segundo pensé que estaba bromeando. Tenía el cuchillo en la mano, cortando tomates para la ensalada, y sentí que el filo se me clavaba en el pecho.

Treinta años juntos. Tres décadas de cenas, peleas, reconciliaciones, hijos, domingos de asado y risas en la mesa. ¿Cómo podía decirlo así, como quien anuncia que va a comprar pan? El reloj de la cocina marcaba las siete y media, y afuera llovía como si el cielo también supiera que algo se estaba rompiendo para siempre.

—¿Qué decís, Ernesto? —pregunté, sin atreverme a mirarlo a los ojos.

—Ya lo decidí. Me voy con Mariana. Lo siento, Lucía. —Y entonces entendí que no era una broma. Mariana, la compañera del club de lectura, la que siempre me pareció demasiado simpática con él. Sentí rabia, vergüenza y un dolor sordo en el estómago.

No lloré. No grité. Solo seguí cortando tomates mientras él recogía su bolso y salía por la puerta. El portazo fue suave, casi considerado. El silencio que quedó después fue ensordecedor.

Esa noche dormí en el sillón del living. La cama matrimonial me pareció un territorio enemigo, lleno de fantasmas y promesas rotas. Al día siguiente, mis hijos llamaron: “¿Mamá, estás bien?” Les mentí: “Sí, estoy bien, solo cansada”. No quería preocuparlos ni cargarles con mi dolor.

Los días siguientes fueron una sucesión de rutinas vacías. Preparar café para uno solo, poner la mesa para una sola persona, mirar la televisión sin nadie al lado. El eco de los pasos de Ernesto todavía resonaba en el pasillo. Cada rincón de la casa era un recordatorio cruel: las fotos familiares en la repisa, sus camisas olvidadas en el armario, el mate que compartíamos cada tarde.

La soledad se instaló como una niebla espesa. En el barrio todos sabían lo que había pasado. Las vecinas me miraban con lástima cuando iba al almacén. “Fuerza, Lucía”, decían algunas. Otras solo murmuraban entre ellas. En mi pueblo chico del interior de Córdoba, los chismes vuelan más rápido que el viento zonda.

Una tarde, mientras regaba las plantas del patio, mi vecina Rosa se acercó a la reja:
—¿Querés que te acompañe un rato? —me preguntó con esa voz suave que usan las personas cuando temen romperte más.
—No hace falta, Rosa. Gracias —le respondí, aunque por dentro gritaba por compañía.

Las noches eran peores. El insomnio me devoraba y los recuerdos me asaltaban sin piedad: la primera vez que Ernesto me llevó a bailar chamamé en la plaza del pueblo; el nacimiento de nuestros hijos; las vacaciones en Mar del Plata cuando apenas teníamos para pagar una pensión barata; los sueños compartidos que ahora parecían tan lejanos como otra vida.

Un día recibí un mensaje de mi hija mayor:
—Mamá, ¿por qué no venís a pasar unos días con nosotros a Mendoza?
Pero no podía irme. Sentía que si abandonaba la casa, perdería lo poco que me quedaba de mi antigua vida. Así que me quedé, aferrada a las paredes y los recuerdos.

Pasaron semanas antes de que pudiera llorar de verdad. Fue una tarde lluviosa; abrí el placard y encontré una camisa de Ernesto todavía colgada. La olí y sentí su perfume mezclado con el olor a humedad del armario. Me senté en el piso y lloré hasta quedarme sin fuerzas.

Después del llanto vino la rabia. ¿Por qué Mariana? ¿Por qué después de treinta años? ¿Por qué no fui suficiente? Empecé a repasar cada discusión, cada silencio incómodo, cada vez que preferimos callar antes que enfrentar lo que no funcionaba.

Un domingo decidí ir a misa después de mucho tiempo. La iglesia estaba llena de caras conocidas y murmullos discretos. El padre Juan habló sobre el perdón y la esperanza. No sé si le creí del todo, pero al menos salí sintiendo que no era la única con el corazón roto.

Con el tiempo empecé a reconstruirme a pedazos. Me animé a salir a caminar por la costanera del río; me anoté en un taller de cerámica en el centro cultural; invité a mis amigas a tomar mate los sábados por la tarde. Descubrí que podía reírme otra vez, aunque fuera entre lágrimas.

Mis hijos venían a visitarme más seguido y llenaban la casa de risas infantiles con mis nietos corriendo por el patio. Aprendí a disfrutar esos momentos sin sentir culpa por ser feliz sin Ernesto.

Una tarde recibí una carta de él desde Buenos Aires. Decía que esperaba que pudiera perdonarlo algún día y que deseaba que yo también encontrara mi camino. No respondí. No porque no tuviera nada para decirle, sino porque entendí que algunas heridas solo sanan con silencio.

Hoy mi casa sigue siendo grande y a veces demasiado silenciosa, pero ya no me pesa tanto la soledad. Aprendí a convivir con ella y hasta a encontrarle belleza en los pequeños detalles: el aroma del pan casero horneándose, el canto de los zorzales al amanecer, el abrazo apretado de mis nietos.

A veces me pregunto si alguna vez podré volver a confiar en alguien o si este dolor será siempre parte de mí como una cicatriz invisible. Pero también sé que sobreviví al abandono y al vacío más grande de mi vida.

¿Será posible volver a empezar después de perderlo todo? ¿Cuántas mujeres más estarán ahora mismo sentadas frente a una mesa vacía preguntándose lo mismo? Los leo…