El día que mi mundo se vino abajo
—¡Mariana! ¿Por qué no te levantaste? ¡Ya son las nueve y media! —gritó mi madre desde la cocina, su voz temblando entre el enojo y la desesperación.
Abrí los ojos de golpe, sintiendo el sudor frío pegado a la frente. El ventilador apenas giraba, y el calor de la Ciudad de México se colaba por la ventana rota. Me senté en la cama, buscando a tientas mi celular. Muerto. Ni una gota de batería. El cable colgaba del enchufe, roto desde hace semanas, pero nunca había dinero para uno nuevo.
Me levanté de un salto, tropezando con los zapatos de mi hermano menor, Emiliano, que dormía en el colchón junto a la puerta. Mi madre seguía gritando:
—¡Vas a perder el trabajo! ¿Qué no entiendes que necesitamos ese dinero?
Me vestí en segundos, sin tiempo para lavarme la cara. Bajé corriendo las escaleras del edificio, esquivando a Doña Rosa, la vecina chismosa que siempre olía a café quemado.
—¿Otra vez tarde, Marianita? —me dijo con esa sonrisa falsa que tanto detesto.
No respondí. Afuera, el sol ya quemaba. Corrí hasta la parada del camión, pero ya era tarde. El camión azul que me llevaba al centro ya se había ido. Saqué cuentas rápidas en mi cabeza: si tomaba un taxi, no me alcanzaría para comer hoy. Si caminaba, llegaría una hora tarde. Decidí caminar.
Mientras avanzaba entre los puestos de fruta y los gritos de los vendedores ambulantes, sentí cómo la angustia me apretaba el pecho. Mi trabajo en la papelería era lo único que mantenía a flote a mi familia desde que papá se fue con otra mujer hace dos años. Mamá no podía trabajar por su enfermedad en las piernas y Emiliano apenas tenía diez años.
Al llegar a la papelería, Don Ernesto me esperaba en la puerta con cara de pocos amigos.
—Mariana, esta es la tercera vez este mes. Si no puedes llegar temprano, tendré que buscar a alguien más.
—Por favor, Don Ernesto, no me despida. Se me fue la luz y…
—No me cuentes historias. Hoy te quedas sin paga.
Sentí las lágrimas arderme en los ojos, pero me tragué el llanto y entré a trabajar. Todo el día atendí clientes con una sonrisa falsa, mientras por dentro me sentía vacía.
Al salir, caminé despacio hacia casa. En el camino, vi a mi padre al otro lado de la calle. Iba de la mano con una mujer joven y un niño pequeño. Me escondí detrás de un puesto de tacos para que no me viera. Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Cómo podía él tener otra familia mientras nosotros apenas sobrevivíamos?
Al llegar a casa, encontré a mamá llorando en la mesa.
—¿Qué pasó? —le pregunté, temiendo lo peor.
—Vino el casero. Dice que si no pagamos mañana nos echa a la calle.
Me senté junto a ella y la abracé fuerte. Emiliano nos miraba desde el rincón, abrazando su cuaderno de dibujos.
—No llores, mamá —le dije—. Algo se nos va a ocurrir.
Esa noche casi no dormí. Pensé en pedirle ayuda a mi tía Lucía, pero ella siempre decía que bastante tenía con sus propios problemas. Pensé en buscar otro trabajo, pero ¿quién contrata a una muchacha sin estudios?
Al día siguiente, salí temprano a buscar trabajo en los mercados cercanos. Nadie necesitaba ayuda o pagaban tan poco que ni valía la pena. Cuando regresé a casa al mediodía, encontré a mamá discutiendo con papá en la puerta.
—¡No tienes derecho a venir aquí! —le gritaba ella—. ¡Nos abandonaste!
—Solo vine por mis cosas —respondió él, sin mirarme siquiera.
No pude contenerme más.
—¿Por qué nos haces esto? ¿Por qué tienes otra familia y nos dejas así?
Papá me miró por primera vez en meses. Vi en sus ojos algo parecido al remordimiento, pero fue solo un segundo.
—La vida es difícil para todos, Mariana —dijo antes de irse.
Mamá se desplomó en el suelo y yo corrí a ayudarla. Emiliano lloraba en silencio.
Esa tarde tomé una decisión desesperada: vendería mi celular para pagar al casero. No era mucho dinero, pero nos daría unos días más.
Fui al tianguis y lo vendí por menos de lo que valía. Al regresar, vi a Emiliano sentado en la banqueta dibujando casas grandes y familias felices.
—¿Por qué dibujas eso? —le pregunté.
—Porque algún día vamos a tener una casa así —me respondió con una sonrisa inocente.
Esa noche cenamos frijoles y tortillas duras. Mamá apenas habló. Yo tampoco tenía fuerzas para decir nada.
Pasaron los días y cada vez era más difícil encontrar esperanza. Un viernes por la tarde, Don Ernesto me llamó aparte después del trabajo.
—Sé que tienes problemas en casa —me dijo—. Mi hermana necesita una muchacha para ayudarle en su casa. No es mucho dinero, pero te puede dar alojamiento y comida.
Pensé en mamá y Emiliano. ¿Dejar mi casa para trabajar como sirvienta? ¿Abandonarlos como hizo papá?
Esa noche hablé con mamá.
—Mamá, Don Ernesto dice que puedo irme a vivir con su hermana para trabajar allá…
Ella me miró con lágrimas en los ojos.
—No quiero perderte también —susurró—. Pero si es lo mejor para ti…
Emiliano se aferró a mi cintura.
—No te vayas, Mariana…
Lloramos los tres abrazados hasta quedarnos dormidos.
Al día siguiente empaqué mis pocas cosas y fui a despedirme de Doña Rosa y los vecinos del edificio. Todos me desearon suerte, menos papá, que nunca volvió a aparecer.
La casa de la hermana de Don Ernesto era grande y limpia. Dormía en un cuarto pequeño junto al lavadero y trabajaba todo el día limpiando y cocinando para gente que nunca me miraba a los ojos. Pero cada noche llamaba a mamá desde el teléfono público y le mandaba lo poco que ganaba para que no los echaran del departamento.
A veces me preguntaba si algún día podría estudiar o tener una vida diferente. Si algún día podría volver a casa sin sentirme culpable por haberlos dejado solos.
Hoy han pasado tres años desde aquel día en que todo cambió. Mamá sigue enferma pero estable; Emiliano ya va en secundaria gracias al dinero que mando cada mes. Yo sigo trabajando lejos de ellos, soñando con un futuro mejor.
A veces me pregunto: ¿Cuántas Marianas hay allá afuera luchando por sobrevivir? ¿Cuántas hijas tienen que elegir entre sus sueños y su familia? ¿Qué harías tú si estuvieras en mi lugar?