Mi suegra se llevó hasta la cafetera: Una historia de resistencia y dignidad

—¡No puedes llevarte eso, mamá! —grité, con la voz quebrada, mientras veía a doña Carmen meter mi cafetera en una bolsa de supermercado.

Ella me miró con esa mezcla de desprecio y superioridad que siempre me había hecho sentir pequeña. —En esta casa nada es tuyo, Lucía. Todo lo que hay aquí lo consiguió mi hijo, y si yo quiero, me lo llevo. ¿O acaso crees que puedes vivir aquí sin agradecerme nada?

Sentí cómo se me apretaba el pecho. Mi hija Sofía, de apenas cinco años, se aferraba a mi pierna, asustada por los gritos. Mi esposo, Andrés, estaba en el trabajo, como siempre, ajeno a la guerra silenciosa que se libraba cada día en nuestra casa en el barrio San Martín, en las afueras de Medellín.

No era la primera vez que doña Carmen cruzaba la puerta con bolsas llenas de cosas que yo había comprado con el poco dinero que ganaba vendiendo arepas en la esquina. Primero fueron los platos, luego la licuadora, después hasta las cortinas del baño. Pero esta vez era diferente. Esta vez sentí que si no hacía algo, terminaría perdiéndolo todo: mi hogar, mi dignidad y hasta el amor propio que tanto me costó construir.

Mi historia no es única. En muchos hogares de Latinoamérica, las suegras ejercen un poder silencioso y devastador sobre sus nueras. Pero yo nunca imaginé que la mía llegaría tan lejos. Cuando Andrés y yo nos casamos, él insistió en que viviéramos en la casa de su mamá «mientras ahorrábamos». Yo acepté porque no teníamos otra opción. Pero pronto la casa dejó de ser un refugio y se convirtió en una prisión.

—¿Por qué no le dices nada a tu mamá? —le pregunté a Andrés una noche, mientras él miraba el partido en la televisión.

—No exageres, Lucía. Mi mamá solo quiere ayudarnos —me respondió sin apartar la vista de la pantalla.

Ayudarnos. Así llamaba él a los chantajes emocionales, a las humillaciones diarias y al control absoluto que doña Carmen ejercía sobre nuestra vida. Si llegaba tarde del trabajo, era porque yo lo distraía con mis «tonterías». Si Sofía se enfermaba, era culpa mía por no saber ser madre. Y si faltaba dinero para pagar las cuentas, era porque yo gastaba demasiado en «cosas innecesarias».

La situación empeoró cuando doña Carmen empezó a exigirnos dinero cada semana. «Para los gastos de la casa», decía. Pero yo sabía que lo usaba para comprarle regalos a su hija menor, Carolina, que vivía en el centro y solo venía cuando necesitaba algo.

Una tarde, mientras preparaba arepas para vender al día siguiente, escuché a doña Carmen hablando por teléfono en la sala:

—Sí, hija, aquí tengo todo listo para cuando vengas. Te guardé la licuadora y los platos nuevos que compró Lucía. Esta muchacha no sabe ahorrar, pero yo sí sé cuidar las cosas.

Sentí una rabia sorda subir por mi garganta. ¿Hasta cuándo iba a permitir que me pisotearan? ¿Hasta cuándo iba a dejar que mi hija creciera viendo cómo su madre se doblegaba ante los caprichos de una mujer amargada?

Esa noche no dormí. Pensé en mi mamá, allá en el pueblo de Santa Rosa de Osos, que siempre me decía: «Hija, nadie va a defenderte si tú no te defiendes primero». Pensé en Sofía y en el ejemplo que le estaba dando. Y pensé en mí misma, en la joven valiente que fui antes de casarme y dejarme arrastrar por el miedo.

Al día siguiente, cuando doña Carmen entró a la cocina y empezó a revisar los cajones buscando algo más para llevarse, me planté frente a ella.

—No se va a llevar nada más de esta casa —le dije con voz firme.

Ella soltó una carcajada seca.

—¿Y tú quién eres para decirme qué puedo o no puedo hacer? Esta casa es mía.

—No —respondí—. Esta casa es nuestro hogar. Y usted no tiene derecho a tratarnos así. Si quiere respeto, respete primero.

Por primera vez vi un destello de sorpresa en sus ojos. Pero no cedió.

—Si no te gusta cómo hago las cosas aquí, puedes irte cuando quieras —me desafió.

Me temblaban las manos pero no di un paso atrás.

—Eso haré —le dije—. Pero antes voy a hablar con Andrés.

Esa noche esperé a que Andrés llegara del trabajo. Le conté todo: las cosas que su mamá se llevaba, el dinero que nos quitaba, las humillaciones diarias. Al principio no me creyó. Pero cuando le mostré las bolsas escondidas bajo la cama de doña Carmen —con mis cosas dentro— su rostro cambió.

—Mamá… ¿por qué haces esto? —le preguntó él al día siguiente.

Doña Carmen se defendió como pudo: «Esas cosas son mías», «Lucía no sabe cuidar nada», «Yo solo quiero lo mejor para ustedes». Pero Andrés ya no le creyó.

Esa noche tomamos una decisión difícil: nos iríamos de esa casa aunque tuviéramos que dormir en un cuarto alquilado y empezar de cero.

Empacar nuestras pocas pertenencias fue doloroso. Doña Carmen nos miraba desde la puerta con los brazos cruzados y una sonrisa amarga.

—Van a volver arrastrándose —nos dijo—. Nadie los va a ayudar allá afuera.

Pero no volvimos. Con mucho esfuerzo y sacrificio logramos alquilar un pequeño cuarto en el barrio Buenos Aires. Era humilde pero era nuestro. Por primera vez en años sentí paz al cerrar la puerta por las noches.

Andrés empezó a entender lo que yo había vivido todo ese tiempo. Nuestra relación mejoró poco a poco. Sofía volvió a sonreír y yo recuperé las ganas de luchar por mi familia.

A veces todavía sueño con doña Carmen entrando a mi casa y llevándose todo lo que tengo. Pero ya no siento miedo. Ahora sé que nadie puede quitarme lo más importante: mi dignidad y mi libertad.

Me pregunto cuántas mujeres más viven prisioneras del miedo y el chantaje familiar en silencio… ¿Cuántas veces hemos permitido que nos arrebaten hasta lo más pequeño por temor al qué dirán? ¿Y tú? ¿Qué harías si estuvieras en mi lugar?