El Regreso de la Vergüenza: Cuando la Traición se Convierte en Ruina
—¡Hijo, deja ese control y mírame a los ojos! —La voz de mi papá retumbó en la sala, cortando el silencio que reinaba entre el zumbido del ventilador y el murmullo del televisor. Yo, tirado en el sofá, apenas levanté la mirada. No tenía ganas de enfrentar nada ni a nadie.
—¿Qué pasó, papá? —respondí, fingiendo desinterés mientras seguía viendo el capítulo de la novela.
—Estuvo aquí tu esposa, Mariana. Dice que ya no aguanta más tus mentiras. Que sabe lo de Valeria.
Sentí un frío recorrerme la espalda. El control remoto se me cayó de las manos y el televisor siguió hablando solo. Mi papá me miraba con esa mezcla de decepción y rabia que sólo los padres saben expresar.
—¿Y qué le dijiste? —pregunté, aunque ya sabía que no había excusa posible.
—¿Qué querías que le dijera? ¿Que eres un cobarde? ¿Que prefieres esconderte aquí en casa de tus padres antes que enfrentar tus errores?
No supe qué responder. Me quedé callado, viendo cómo el sudor le perlaba la frente a mi papá, cómo apretaba los puños. Mariana… Valeria… Mi vida era un desastre y yo mismo lo había provocado.
Mariana y yo llevábamos ocho años juntos. Nos conocimos en la universidad de Medellín, cuando yo todavía soñaba con cambiar el mundo. Ella era todo lo que yo no: disciplinada, fuerte, capaz de reírse hasta en los peores momentos. Pero la rutina, el trabajo mal pagado, las cuentas atrasadas y la presión de la familia empezaron a desgastarnos. Yo me sentía cada vez más pequeño, más inútil.
Entonces apareció Valeria. Joven, espontánea, llena de sueños imposibles y promesas vacías. Me hizo sentir vivo otra vez, aunque fuera sólo por ratos robados en moteles baratos o mensajes clandestinos en WhatsApp.
—¿Por qué lo hiciste? —La voz de mi papá me sacó del recuerdo. —¿Por qué arruinar tu hogar?
No tenía respuesta. O tal vez sí, pero ninguna que valiera la pena decir en voz alta.
—No sé… Me sentía vacío, papá. Como si nada tuviera sentido.
Él negó con la cabeza.
—Eso no justifica nada. Tu mamá está llorando en la cocina desde que Mariana se fue. ¿Sabes lo que es ver a tu madre así por culpa de tus decisiones?
Me levanté del sofá como un autómata y fui hasta la cocina. Mi mamá estaba sentada junto al lavaplatos, secándose los ojos con el delantal.
—Mamá…
—No me hables —dijo sin mirarme—. No después de lo que le hiciste a Mariana. ¿En qué fallamos contigo?
Sentí una punzada en el pecho. Siempre había sido el hijo ejemplar: buenas notas, nunca metido en problemas graves… hasta ahora. ¿Cómo explicarle que ni yo mismo entendía en qué momento me había perdido?
Esa noche no pude dormir. El ventilador giraba lento sobre mi cabeza mientras repasaba una y otra vez los mensajes con Valeria, las mentiras a Mariana, las excusas para llegar tarde a casa. Pensé en mi hija, Sofía, de seis años. ¿Qué iba a decirle cuando preguntara por qué su papá ya no vivía con ella?
Al día siguiente, Mariana vino a buscarme. No entró a la casa; me esperó afuera, bajo el sol implacable del mediodía.
—Necesito que te vayas —dijo sin rodeos—. No quiero verte más aquí ni cerca de Sofía hasta que decida qué hacer.
—Mariana, por favor…
—¡No! —me interrumpió—. No tienes idea del dolor que causaste. ¿Sabes cuántas veces te esperé despierta? ¿Cuántas veces le mentí a nuestra hija para cubrirte?
Las lágrimas le corrían por las mejillas pero su voz era firme.
—No sé si algún día pueda perdonarte —continuó—. Pero ahora necesito pensar en mí y en Sofía.
Me quedé parado como un idiota mientras ella se alejaba con paso decidido. Sentí que el mundo se me venía encima.
Los días siguientes fueron un infierno. Mis amigos dejaron de buscarme; algunos incluso me bloquearon en redes sociales después de enterarse del chisme. En el barrio todos murmuraban cuando pasaba: «Ahí va el que le fue infiel a Mariana». Hasta mi jefe empezó a mirarme raro en la oficina municipal donde trabajo archivando papeles.
Mi mamá apenas me dirigía la palabra y mi papá salía temprano para evitarme. La casa se volvió un lugar hostil; ya no era refugio sino recordatorio constante de mi fracaso.
Una tarde recibí un mensaje de Valeria: «¿Nos vemos?» Sentí rabia y asco al mismo tiempo. ¿Para qué? ¿Para seguir huyendo? Le respondí que no quería verla más.
Esa noche lloré como nunca antes. Lloré por Mariana, por Sofía, por mis padres… pero sobre todo por mí mismo y por todo lo que había perdido por una aventura sin sentido.
Pasaron semanas antes de atreverme a buscar a Mariana otra vez. Le pedí perdón mil veces; le rogué que me dejara ver a Sofía aunque fuera unos minutos. Al principio se negó rotundamente, pero luego accedió con una condición: sólo podía verla bajo su supervisión.
El primer encuentro fue incómodo y doloroso. Sofía me miraba con ojos grandes y tristes; no entendía por qué ya no vivíamos juntos ni por qué su mamá lloraba tanto últimamente.
—¿Vas a volver a casa? —me preguntó bajito mientras jugábamos con sus muñecas.
No supe qué decirle. Sólo la abracé fuerte y le prometí que siempre estaría para ella, aunque ya no pudiera dormir bajo el mismo techo.
Con el tiempo empecé a reconstruir mi vida desde las ruinas. Busqué ayuda psicológica; hablé con mi papá y mi mamá hasta que logramos sanar algunas heridas. Aprendí a vivir solo en un pequeño apartamento alquilado cerca del trabajo.
Mariana nunca volvió conmigo, pero logramos llevar una relación cordial por el bien de Sofía. A veces pienso en todo lo que perdí por una decisión egoísta; otras veces agradezco haber tocado fondo porque sólo así pude empezar a cambiar realmente.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántos hombres como yo han destruido su hogar por buscar afuera lo que no supieron cuidar adentro? ¿Vale la pena perderlo todo por un momento de debilidad? Ojalá mi historia sirva para que otros no cometan el mismo error.