El regreso de la vergüenza: cuando la traición se volvió mi ruina
—¡Hijo, deja ese celular y escúchame!— La voz de mi papá retumbó en la sala, cortando el silencio pesado que llenaba la casa desde hace semanas. Yo, tirado en el sofá, apenas levanté la mirada. El ventilador giraba lento, como si también estuviera cansado de todo. Afuera, el calor de Barranquilla pegaba fuerte, pero adentro el frío era otro: el de la culpa.
—¿Qué pasó ahora, papá?— respondí, tratando de sonar indiferente, aunque por dentro sentía el estómago hecho nudo.
Mi papá se acercó, se sentó frente a mí y me miró con esos ojos que siempre supieron cuándo mentía. —Estuvo aquí tu esposa, Mariana. Dice que ya no puede más contigo. Que lo tuyo no fue un error, sino una traición. ¿Eso es cierto?
Sentí que la sangre se me iba a los pies. Mariana… sólo escuchar su nombre me dolía. Cerré los ojos, buscando una excusa, una mentira piadosa, pero ya no quedaban. —Sí, papá. La cagué. No sé cómo llegué a esto.
Mi papá suspiró hondo. —¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Vas a seguir escondiéndote aquí como un cobarde?
No supe qué responderle. Desde que Mariana se fue de la casa con nuestra hija Valeria, todo perdió sentido. El trabajo en la ferretería de mi tío se volvió rutina; las noches eran eternas y los días, vacíos. Me refugié en el celular, en series que no terminaba de ver, en excusas para no pensar.
La traición no fue un accidente. Fue una cadena de decisiones estúpidas: mensajes con una compañera del trabajo, salidas a escondidas, mentiras pequeñas que se volvieron un monstruo. Cuando Mariana encontró los mensajes en mi WhatsApp, no gritó ni lloró. Sólo me miró con una tristeza tan profunda que sentí que me partía en dos.
—¿Por qué?— me preguntó esa noche, con Valeria dormida en el cuarto de al lado.
No supe qué decirle. ¿Por aburrimiento? ¿Por sentirme menos hombre cuando las cosas iban mal? ¿Por cobardía? Sólo atiné a bajar la cabeza y dejarla ir.
Ahora estaba aquí, frente a mi papá, sin respuestas y sin fuerzas.
—¿Sabes lo que más duele?— continuó mi papá— Que tu mamá y yo te enseñamos a ser honesto. A luchar por tu familia. ¿Dónde quedó ese muchacho?
Sentí las lágrimas arderme en los ojos. —No lo sé, papá. No lo sé…
El silencio se hizo pesado otra vez. Mi papá se levantó y me puso la mano en el hombro. —Tienes que pedir perdón, hijo. No por ti, sino por ellas. Por Mariana y por Valeria. No puedes seguir huyendo.
Esa noche no dormí. Me quedé mirando el techo, recordando los días felices: los domingos de arepas en casa de los suegros; las risas de Valeria cuando jugábamos fútbol en el parque; las noches en que Mariana y yo soñábamos con tener otro hijo.
Al día siguiente fui a buscar a Mariana al apartamento de su hermana, donde se estaba quedando. Toqué la puerta con el corazón en la mano. Me abrió su cuñada, Juliana, con cara de pocos amigos.
—¿Qué quieres, Andrés?— preguntó seca.
—Hablar con Mariana… por favor.
Juliana dudó un momento y luego me dejó pasar. Mariana estaba sentada en la mesa del comedor, con Valeria dibujando a su lado.
—No quiero pelear— dije apenas entré— Sólo quiero hablar.
Mariana me miró sin decir nada. Valeria levantó la cabeza y corrió a abrazarme. Sentí un nudo en la garganta al oler su cabello, al sentir sus bracitos rodeándome.
—Papá… ¿vas a volver a casa?— preguntó inocente.
No supe qué decirle. Mariana se levantó y llevó a Valeria al cuarto.
Cuando volvió, tenía los ojos rojos pero la voz firme.—¿Qué quieres, Andrés?
Me senté frente a ella y bajé la cabeza.—Quiero pedirte perdón. Sé que te fallé como esposo y como padre. No tengo excusas… sólo vergüenza.
Mariana respiró hondo.—¿Sabes lo que más me duele? Que confié en ti ciegamente. Que defendí nuestra relación ante todos cuando decían que eras inmaduro… Y mira cómo me pagaste.
Las palabras me golpearon como puños.—Lo sé… No merezco tu perdón ni el de Valeria. Pero quiero intentar arreglar las cosas… aunque sea poco a poco.
Mariana negó con la cabeza.—No es tan fácil, Andrés. No puedo volver a confiar en ti así como así. Y Valeria… ella no entiende lo que pasa ahora, pero algún día lo hará.
Me quedé callado. Afuera empezaba a llover fuerte; las gotas golpeaban las ventanas como si quisieran entrar y limpiar todo ese dolor.
—¿Por qué lo hiciste?— preguntó Mariana al fin.—¿Por qué arriesgaste todo?
No tenía una respuesta clara.—Me sentí perdido… inseguro… Quise sentirme importante otra vez y busqué donde no debía… Fui un idiota.
Mariana cerró los ojos.—Eso no justifica nada.
Asentí.—Lo sé… Pero quiero cambiar. Por ti y por Valeria…
Mariana se levantó.—Eso tendrás que demostrarlo con hechos, no palabras.
Salí del apartamento bajo la lluvia, sintiéndome más solo que nunca. Caminé sin rumbo por las calles mojadas de Barranquilla, pensando en todo lo que había perdido por un momento de debilidad.
Los días siguientes fueron una tortura: mensajes sin respuesta, llamadas ignoradas, noches sin dormir. Mi mamá lloraba en silencio cuando creía que nadie la veía; mi papá apenas me dirigía la palabra en la mesa.
Un domingo fui a misa con ellos, buscando consuelo donde nunca antes lo había buscado. El sacerdote habló del perdón y sentí que cada palabra era para mí: «El verdadero arrepentimiento no es sólo pedir perdón, sino cambiar de vida».
Empecé terapia; hablé con un psicólogo del barrio recomendado por mi tía Lucía. Descubrí heridas viejas: inseguridades de niño pobre; miedo al fracaso; rabia contenida por años contra mi propio padre por ser tan duro conmigo.
Poco a poco empecé a reconstruirme desde adentro. Dejé el celular; busqué trabajo extra para ayudar con los gastos de Valeria; le escribí cartas a Mariana contándole mis avances y mis miedos.
Pasaron meses antes de que Mariana aceptara verme otra vez fuera del apartamento de su hermana. Fuimos a un café sencillo cerca del malecón; hablamos largo rato sin gritos ni reproches. Por primera vez sentí que había una pequeña luz al final del túnel.
—No sé si algún día podré volver a confiar plenamente en ti— me dijo antes de irse.—Pero al menos veo que estás intentando cambiar… Eso es un comienzo.
Hoy sigo luchando por recuperar a mi familia. No sé si lo lograré algún día; tal vez Mariana nunca vuelva conmigo como antes… Pero aprendí algo importante: la traición no sólo destruye lo que amas; también te destruye por dentro si no enfrentas tus errores.
A veces me pregunto: ¿cuántos hombres como yo han perdido todo por orgullo o cobardía? ¿Cuántos han tenido el valor de pedir perdón y cambiar realmente? ¿Ustedes creen que merezco una segunda oportunidad?