Cuando el amor se va: El diario de Lena
—¿De verdad, Marcio? ¿Así nada más? —le pregunté con la voz quebrada, mientras el olor a café recién hecho se mezclaba con el sudor frío que me recorría la espalda. Él no me miraba a los ojos. Jugaba con las llaves del coche, como si fueran el pasaporte a una vida mejor, lejos de mí.
—Lena, tú sabes que siempre quise ser honesto contigo. Pero ya no puedo seguir fingiendo. Me enamoré de otra persona. Lo siento, de verdad lo siento —dijo, y su voz sonó tan lejana, tan ajena, que por un momento pensé que era un extraño en mi propia casa.
El reloj marcaba las 7:15 de la mañana. Afuera, los vendedores ambulantes ya gritaban sus ofertas en la esquina de Insurgentes y Viaducto. Mi hija Camila, de apenas seis años, dormía en su cuarto, ajena al terremoto que sacudía mi vida. Marcio tomó su maleta y salió sin mirar atrás. El portazo fue el punto final a una historia que yo creía eterna.
Me desplomé en la silla de la cocina. Lloré tanto que sentí que me deshidrataba. Pensé en mis padres, en cómo siempre decían que el matrimonio era para toda la vida. Pensé en las tardes de domingo en casa de mi abuela en Xochimilco, cuando Marcio y yo éramos novios y jurábamos amor eterno entre risas y tamales.
Pero ahora estaba sola. Sola con una niña pequeña, un departamento rentado y una montaña de cuentas por pagar. La noticia corrió como pólvora entre mis amigas: “¿Supiste lo de Lena? Marcio la dejó por otra”. Algunas me llamaron para consolarme; otras solo para alimentar el morbo. Mi madre llegó esa tarde con caldo de pollo y palabras que pretendían ser consuelo:
—Mija, los hombres son así. Pero tú eres fuerte, ¿me oyes? No te vas a dejar caer.
Pero yo ya estaba en el suelo.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Camila preguntaba por su papá todos los días. Yo inventaba excusas: “Está trabajando mucho”, “Se fue de viaje”. Hasta que un día me miró con esos ojos enormes y serios:
—¿Papá ya no nos quiere?
Sentí que me arrancaban el corazón. La abracé tan fuerte que casi la asfixio.
—Claro que sí, mi amor. Solo que a veces los adultos… nos confundimos.
Las noches eran las peores. Me acostaba en la cama vacía y repasaba cada detalle: ¿En qué fallé? ¿Por qué no fui suficiente? ¿Qué tenía esa mujer que yo no tenía? El insomnio se volvió mi compañero fiel. Bajé cinco kilos en dos semanas. Mi jefa en la oficina empezó a notarlo:
—Lena, ¿estás bien? Si necesitas unos días…
Pero yo no podía darme ese lujo. Tenía que pagar la renta, la escuela de Camila, la despensa. Así que me aferré al trabajo como a un salvavidas.
Un día, mientras esperaba el camión en Eje Central, vi a Marcio del otro lado de la calle. Iba tomado de la mano con una mujer joven, bonita, con el cabello largo y negro como la noche. Reían como si nada importara. Sentí rabia, celos, tristeza… pero también algo más: alivio. Por primera vez entendí que él ya no era mi problema.
Poco a poco empecé a reconstruirme. Me inscribí a clases de yoga en el parque México. Hice nuevas amigas: Paola, una abogada divorciada con dos hijos; Sandra, una artista plástica que pintaba murales en Coyoacán; y Lucía, una enfermera salvadoreña que había llegado huyendo de la violencia en su país. Juntas formamos una pequeña tribu de mujeres rotas pero valientes.
Una tarde, mientras tomábamos café en el Mercado Roma, Paola me dijo:
—Lena, tienes derecho a volver a ser feliz. No le debes nada a nadie.
Esa noche lloré otra vez, pero esta vez fue distinto. Era como si estuviera limpiando mi alma.
Empecé a salir más con Camila. Íbamos al cine los sábados, comíamos esquites en la Alameda Central y nos reíamos hasta el cansancio viendo películas viejas en casa. Descubrí que podía ser madre y padre al mismo tiempo, aunque fuera difícil.
Un día recibí un mensaje inesperado:
—Hola Lena, soy Marcio. ¿Podemos hablar?
Mi corazón se aceleró. Nos vimos en una cafetería cerca del Ángel de la Independencia. Él estaba más delgado, ojeroso.
—Lena… cometí un error —dijo sin rodeos—. Ella me dejó hace dos semanas. Me siento solo… extraño a Camila… extraño nuestra vida.
Lo miré largo rato. Por un momento sentí lástima por él. Pero luego recordé todas las noches solas, todas las lágrimas derramadas.
—Marcio, tú tomaste tu decisión —le respondí con voz firme—. Yo ya no soy la misma mujer que dejaste.
Él bajó la mirada y asintió.
—¿Puedo ver a Camila?
—Claro —le dije—. Pero nuestra historia terminó aquí.
Esa noche dormí tranquila por primera vez en meses.
Con el tiempo aprendí a disfrutar mi soledad. Empecé a escribir un diario donde volcaba mis miedos y esperanzas. Descubrí que podía ser feliz sin depender de nadie más. Incluso me atreví a salir con alguien nuevo: Ernesto, un profesor de literatura que conocí en una charla sobre Sor Juana Inés de la Cruz en la UNAM. Era tierno, divertido y paciente con Camila.
No sé si esta nueva historia durará para siempre. Pero aprendí algo fundamental: la felicidad no depende de otra persona; está dentro de uno mismo.
Hoy miro hacia atrás y me doy cuenta de todo lo que he crecido. Si alguna vez te has sentido traicionada o abandonada, quiero decirte esto: sí se puede salir adelante. Sí se puede volver a sonreír.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más están viviendo lo mismo en silencio? ¿Cuántas Lenas hay allá afuera esperando descubrir su propia fuerza? ¿Y tú… te has atrevido a empezar de nuevo?