Toda mi vida fui madre: ahora me piden que no me meta

—Mamá, ¿puedes dejar de opinar? Ya no somos niños— me dijo Camila, mi hija mayor, con esa voz cortante que nunca le conocí de niña. Sentí el golpe seco de sus palabras como si me hubieran dado una bofetada. Estábamos en la cocina, la misma donde durante años preparé sus desayunos antes de ir a la escuela, donde curé sus rodillas raspadas y escuché sus sueños de ser doctora. Ahora, ella me miraba como si fuera una extraña.

Me quedé callada. No supe qué decir. ¿Cómo explicarle que toda mi vida fui madre? No solo en el sentido biológico, sino en cada minuto, en cada gesto, en cada sueño. Cuando Camila y su hermano Tomás eran pequeños, todo giraba alrededor de ellos: su escuela, su salud, sus amigos, sus miedos. Yo era la que se levantaba antes del amanecer para prepararles el uniforme limpio, la que hacía malabares con el dinero para que nunca les faltara nada, la que se quedaba despierta cuando tenían fiebre o pesadillas.

Recuerdo una tarde lluviosa en nuestro pequeño departamento en el centro de Medellín. Tomás tenía seis años y lloraba porque no quería ir al colegio. «No quiero dejarte sola, mami», decía entre sollozos. Yo le acaricié el cabello y le prometí que siempre estaría ahí para él. «Tú estudia, mi amor, yo me encargo de todo lo demás». Y así fue: me encargué de todo lo demás. Renuncié a mis propios sueños —a terminar la universidad, a viajar, a tener una vida propia— porque siempre pensé que después habría tiempo para mí. Pero ese tiempo nunca llegó.

Mi esposo, Julián, trabajaba largas horas como taxista y llegaba cansado, con olor a gasolina y sudor. Muchas veces discutíamos porque él decía que yo era demasiado sobreprotectora. «Déjalos respirar, Lucía», me repetía. Pero yo no podía. ¿Cómo soltar lo único que daba sentido a mi vida?

Los años pasaron rápido. Camila se graduó con honores y Tomás consiguió una beca para estudiar ingeniería en la Universidad Nacional. Yo sentía un orgullo inmenso, pero también un vacío creciendo dentro de mí. Cuando Camila se fue a vivir con su novio a Buenos Aires, lloré durante semanas. Nadie lo notó. Seguí cocinando para dos personas aunque solo quedáramos Julián y yo.

Un día, Tomás llegó a casa con una noticia: «Mamá, me voy a vivir con unos amigos cerca de la universidad». Sentí cómo el piso se abría bajo mis pies. «¿Y yo?», pregunté sin querer sonar egoísta. Él me abrazó fuerte y me dijo: «Te llamo todos los días, te lo prometo». Pero las llamadas se hicieron cada vez más cortas y distantes.

Me quedé sola en una casa demasiado grande para una sola persona. Julián murió hace tres años de un infarto fulminante mientras trabajaba. Desde entonces, mi vida se volvió rutina: limpiar, cocinar para nadie, esperar llamadas que casi nunca llegan.

Hace unas semanas, Camila vino de visita con su esposo argentino y su hija pequeña. Yo estaba feliz de tenerlos en casa, pero todo fue diferente. Ella ya no quería mis consejos sobre cómo criar a su hija. «Mamá, las cosas han cambiado», me decía mientras revisaba el celular. Cuando intenté decirle que la niña tenía fiebre y debía llevarla al médico, me respondió: «No te preocupes tanto, mamá. No es grave».

Esa noche escuché cómo le decía a su esposo: «Mi mamá es buena gente pero no entiende que ya no puede controlar todo». Me dolió más de lo que puedo explicar.

Al día siguiente, Tomás vino a almorzar con su novia Valeria. Apenas entró por la puerta, empezó a hablar de política y del futuro del país como si yo no supiera nada de la vida. Cuando intenté opinar sobre la situación económica —después de todo, fui yo quien administró cada peso durante años— me interrumpió: «Mamá, mejor hablemos de otra cosa».

Me sentí invisible.

Esa noche lloré en silencio en mi cuarto. Pensé en todas las veces que me negué cosas por ellos: las fiestas a las que no fui, los libros que no leí, los trabajos que rechacé porque no podía dejar solos a mis hijos ni un minuto más del necesario. Pensé en mi madre —que también fue madre toda su vida— y en cómo yo juré que sería diferente con mis hijos.

Pero aquí estoy: sola, esperando una llamada o un mensaje que me haga sentir viva otra vez.

A veces salgo al parque y veo otras madres jóvenes jugando con sus hijos pequeños. Las escucho hablar de sus preocupaciones —la escuela, la comida, las vacunas— y siento nostalgia por esos años en los que yo era el centro del universo de mis hijos.

Una tarde me encontré con doña Marta, mi vecina de toda la vida. Ella también está sola; su hijo vive en Canadá y apenas la llama una vez al mes. Nos sentamos juntas en una banca y compartimos silencios largos y miradas cómplices.

—¿Sabes qué es lo peor? —me dijo Marta— Que uno da todo por ellos y después ni siquiera te preguntan cómo estás.

No supe qué responderle. Solo apreté su mano.

Hoy escribo esto porque siento que si no lo hago voy a explotar por dentro. Me pregunto si otras madres sienten lo mismo: ese vacío inmenso cuando los hijos crecen y ya no te necesitan como antes; cuando tu sacrificio parece invisible; cuando tus consejos son vistos como intromisión.

¿Será que nos equivocamos al entregarlo todo? ¿O simplemente así es la vida?

¿Ustedes qué piensan? ¿Vale la pena darlo todo por los hijos aunque después te pidan distancia? ¿Cómo se aprende a vivir para uno mismo después de tantos años viviendo para los demás?