Cuando mamá elige por fin: la historia de Mariana en la costa

—¿Mamá, en serio? ¿No puedes ir tú? —La voz de Camila, mi hija menor, retumbó en la cocina mientras yo sostenía la bolsa del pan con las manos temblorosas. Afuera, el viento del sur azotaba las ventanas y el cielo gris amenazaba con una tormenta. Sentí el peso de los años en mis piernas, pero también el peso invisible de una vida entera dedicada a otros.

—Está lloviendo mucho, hija… y la rodilla me duele —intenté explicar, pero Camila ya se había girado hacia su celular, ignorando mi súplica.

En ese momento, sentí que algo dentro de mí se rompía. No era la primera vez. Desde que enviudé hace ocho años en Mar del Plata, mi vida se convirtió en una rutina de sacrificios silenciosos: levantarme antes del amanecer para preparar desayunos, limpiar la casa, cuidar a mi suegra enferma, trabajar como costurera para pagar las cuentas. Mis hijos crecieron viendo cómo me desvivía por ellos y por todos menos por mí.

—Mariana, ¿ya está lista la comida? —gritó mi hijo mayor, Tomás, desde su cuarto—. Tengo que salir en media hora.

—Sí, hijo —respondí con voz cansada.

Me miré en el reflejo de la ventana empañada. ¿Quién era esa mujer de cabello encanecido y ojos apagados? ¿En qué momento dejé de ser Mariana para convertirme solo en «mamá»?

Esa noche, mientras todos dormían y el mar rugía al fondo como un animal herido, me senté en la mesa de la cocina con una taza de té frío. Recordé los sueños que tenía de joven: quería estudiar literatura, viajar por América Latina, escribir historias. Pero la vida me llevó por otro camino: me casé a los 19 con Ricardo, un pescador bueno pero ausente, y pronto llegaron los hijos, las deudas y las responsabilidades.

A veces me preguntaba si alguien notaba mi cansancio. Si alguna vez alguien pensó en mí más allá de lo que podía hacer por ellos.

El día siguiente amaneció con un sol tímido. Decidí salir a caminar por la playa. El aire salado me llenó los pulmones y sentí una libertad extraña. Me senté en la arena húmeda y lloré. Lloré por todo lo que había callado durante años: el miedo a decepcionar a mis hijos, la culpa por querer un poco de tiempo para mí, la rabia de sentirme invisible.

De pronto, una voz me sacó de mis pensamientos. Era Lucía, mi vecina y amiga desde hace años.

—¿Estás bien, Mariana? —me preguntó con ternura.

—No lo sé… Siento que me estoy perdiendo —le confesé entre sollozos.

Lucía me abrazó fuerte. —Tienes derecho a pensar en ti. No eres egoísta por querer ser feliz.

Sus palabras se quedaron conmigo todo el día. Esa tarde, cuando volví a casa y vi a mis hijos discutiendo por tonterías y a mi suegra quejarse porque no encontraba sus pastillas, sentí una oleada de rebeldía.

Esa noche reuní a todos en la sala. Mi voz temblaba pero no me detuve:

—Necesito hablar con ustedes. Estoy cansada. Muy cansada. He pasado años cuidando de todos ustedes y siento que me estoy olvidando de quién soy. A partir de hoy voy a tomarme tiempo para mí. No voy a dejar de ser su mamá ni dejaré de ayudarles, pero necesito que entiendan que también soy una persona con sueños y necesidades.

El silencio fue brutal. Tomás frunció el ceño.

—¿Y quién va a cuidar a la abuela? ¿Quién va a hacer la comida?

—Podemos turnarnos —intervino Camila con desgano—. No es tan difícil.

Mi suegra murmuró algo sobre «las mujeres de antes» y yo sentí una punzada de culpa. Pero no retrocedí.

Los días siguientes fueron difíciles. Mis hijos se resistieron al cambio: olvidaban sus turnos para cocinar o limpiar, protestaban cuando les pedía ayuda. Pero poco a poco empezaron a entenderlo. Yo aproveché ese tiempo para volver a escribir: relatos cortos sobre mujeres como yo, sobre madres invisibles que un día deciden gritar su nombre al viento.

Un sábado por la tarde fui sola al cine del pueblo. Me senté en la última fila y lloré durante toda la película. No por tristeza, sino por alivio: estaba aprendiendo a estar conmigo misma sin sentirme culpable.

Una tarde recibí una carta de mi hermana Ana desde Buenos Aires. Me invitaba a visitarla y pasar unos días lejos del mar y de las obligaciones. Dudé mucho antes de decidirme, pero finalmente hice las maletas y partí.

En la ciudad sentí vértigo y emoción al mismo tiempo. Caminé por avenidas llenas de gente desconocida, visité librerías antiguas y tomé café en terrazas soleadas. Por primera vez en décadas nadie me preguntó qué había para cenar ni dónde estaban las llaves del auto.

Una noche Ana me llevó a una peña folclórica. Bailamos chacarera hasta el amanecer y reímos como cuando éramos niñas. Sentí que recuperaba pedazos perdidos de mí misma.

Cuando regresé a Mar del Plata, mis hijos me recibieron con abrazos torpes y miradas nuevas: ya no era solo «mamá», era Mariana otra vez.

Ahora escribo cada mañana frente al mar. A veces mis hijos se sientan conmigo y hablamos de todo lo que nunca dijimos antes: sus miedos, sus sueños, sus frustraciones. Aprendimos a vernos como personas completas, no solo como roles familiares.

A veces me pregunto si fue egoísmo o valentía elegir pensar en mí después de tantos años viviendo para otros. ¿Cuántas mujeres más viven atrapadas en el silencio? ¿Cuándo fue la última vez que pensaste en ti misma sin sentir culpa?