Un adiós navideño y un milagro de Año Nuevo

—¿Por qué no llega? —me pregunté por décima vez, mientras el reloj de la sala marcaba las nueve y media. El cerdo asado, que tanto le gustaba a Ernesto, ya estaba frío. Las velas titilaban sobre el mantel blanco que planché con esmero esa mañana, y los niños jugaban en el cuarto, ajenos a la tensión que me apretaba el pecho.

Mi hermana Lucía, que había venido desde Puebla para pasar las fiestas, me miró con esa mezcla de compasión y resignación que sólo las hermanas mayores saben poner en la cara.

—Ya va a llegar, Sofía —me dijo, sirviéndose un poco más de ponche—. Seguro se le hizo tarde en el trabajo.

Pero yo sabía que no era sólo el trabajo. Desde hace meses, Ernesto llegaba cada vez más tarde, con excusas que olían a mentira. La crisis en la fábrica, decía. Los recortes. Pero yo sentía en mi piel ese frío de quien presiente que algo se está rompiendo.

De pronto, la puerta se abrió con un golpe seco. Ernesto entró, despeinado y con el abrigo empapado por la lluvia. Los niños corrieron hacia él gritando “¡Papá!”, pero él apenas les acarició la cabeza antes de dejarse caer en una silla.

—¿Dónde estabas? —le pregunté en voz baja, tratando de no romper el frágil equilibrio de la noche.

Él me miró con ojos cansados y evitó responder. Lucía se levantó y llevó a los niños a la sala, dándome espacio. Sentí las lágrimas ardiendo detrás de los párpados.

—No puedo más, Ernesto —susurré—. No sé qué está pasando, pero esta casa ya no es un hogar. Ni siquiera en Navidad podemos estar juntos como antes.

Él suspiró hondo y se cubrió la cara con las manos.

—Perdí el trabajo hace dos semanas —dijo al fin, la voz quebrada—. No quise decirte para no arruinarte las fiestas… pero no sé qué vamos a hacer ahora.

El silencio fue tan denso que casi podía cortarse con un cuchillo. Sentí rabia, miedo, pero sobre todo una tristeza infinita. Me acerqué y le tomé la mano.

—¿Por qué no confiaste en mí? —le pregunté—. ¿Crees que no puedo soportar la verdad?

Él negó con la cabeza, los ojos llenos de lágrimas.

—No quería verte sufrir…

En ese momento, Lucía regresó con los niños dormidos en brazos. Nos miró y entendió todo sin palabras. Se sentó a nuestro lado y nos abrazó a los dos.

—No están solos —dijo—. Mañana es un nuevo año. Vamos a salir adelante juntos.

Esa noche cenamos en silencio, compartiendo el dolor y la esperanza como si fueran pan y vino. Cuando los fuegos artificiales iluminaron el cielo sobre la colonia, salimos al patio envueltos en cobijas y nos abrazamos fuerte, como si el frío pudiera llevarse también nuestras penas.

Pasaron los días y la cuesta de enero llegó más empinada que nunca. Ernesto buscaba trabajo sin descanso; yo empecé a vender pasteles y tamales entre las vecinas del barrio. Lucía cuidaba a los niños mientras yo salía cada mañana con mi canasta al mercado.

Una tarde, cuando ya pensaba que no podía más, recibí una llamada inesperada.

—¿Sofía González? —preguntó una voz desconocida—. Soy Marta Ramírez, directora de la primaria Benito Juárez. Su hermana Lucía me habló de usted… necesitamos una cocinera para el comedor escolar. ¿Le interesa?

Sentí que el corazón me daba un vuelco. Acepté sin pensarlo dos veces. Esa noche, cuando Ernesto llegó a casa con la cara cansada pero una chispa de esperanza en los ojos —había conseguido una entrevista para chofer en una empresa de transporte—, nos abrazamos llorando en medio de la cocina.

—¿Ves? —me dijo Lucía sonriendo—. Los milagros existen… sólo hay que saber esperarlos.

El primer día del nuevo año nos encontró trabajando juntos por primera vez en mucho tiempo: yo preparando desayunos para decenas de niños; Ernesto lavando camiones bajo el sol ardiente; Lucía organizando rifas para ayudar a otras familias del barrio.

No fue fácil. Hubo días en que apenas alcanzaba para el arroz y los frijoles; noches en que las discusiones volvían por cualquier tontería; mañanas en que sentía que todo era demasiado pesado para mis hombros cansados.

Pero también hubo risas compartidas alrededor de una mesa sencilla; tardes de juegos con los niños en el parque; abrazos silenciosos al final del día, cuando el miedo cedía paso a la gratitud por seguir juntos.

Hoy, mientras escribo esto viendo a mis hijos dormir tranquilos y escuchando a Ernesto roncar suavemente al otro lado del cuarto, me doy cuenta de que aquel adiós navideño fue sólo el principio de algo nuevo. Un milagro pequeño pero nuestro: aprender a confiar otra vez, a pedir ayuda sin vergüenza, a celebrar cada día como si fuera un regalo.

¿Quién dijo que los milagros sólo ocurren en las películas? ¿Cuántas veces dejamos pasar lo extraordinario por miedo a enfrentar lo difícil? Ojalá alguien allá afuera lea esto y recuerde: nunca estamos solos si tenemos valor para pedir ayuda.