Regreso a la ciudad de la traición

—¿Por qué ahora, Camila? ¿Por qué después de tantos años? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras el vapor del caldo se mezclaba con el sudor frío en mi frente. El mensaje en mi celular era tan seco como una bofetada: “Ven a la cafetería, tenemos que hablar”. No había emojis, ni un “hola”, ni siquiera un “por favor”. Solo esa urgencia que me heló la sangre.

Intenté llamarla, pero no contestó. Mi corazón latía tan fuerte que sentía que iba a romperme el pecho. Apagué el gas, me cambié la blusa manchada de caldo por una camisa limpia y salí corriendo, dejando atrás el aroma a cilantro y pollo que tanto me recordaba a mi abuela Teresa.

La ciudad estaba igual de caótica que cuando la dejé hace seis años. El bullicio de los colectivos, los vendedores ambulantes gritando ofertas, y ese calor pegajoso de Veracruz que te hace sudar hasta el alma. Caminé rápido, esquivando a la gente, mientras mi mente repasaba una y otra vez la última vez que vi a Camila.

Fue en el funeral de mi madre. Ella lloraba conmigo, pero yo sabía que algo se había roto entre nosotras. Un secreto, una traición… algo que nunca dijimos en voz alta. Desde entonces, solo mensajes esporádicos y llamadas cortas en Navidad.

Entré a la cafetería “La Esquina”, donde solíamos pasar horas soñando con irnos lejos. Camila ya estaba ahí, sentada junto a la ventana, con los ojos hinchados y las manos temblorosas alrededor de una taza de café.

—Llegaste —dijo sin mirarme.

—¿Qué pasa? —me senté frente a ella, sintiendo cómo la tensión llenaba el aire.

—Es sobre tu papá —susurró, bajando la voz como si temiera que alguien más escuchara.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Mi papá… ese hombre al que no veía desde que descubrí su infidelidad y su otra familia en el barrio vecino. El hombre por el que mi madre murió de tristeza.

—¿Qué hizo ahora? —pregunté, casi sin querer saber la respuesta.

Camila tragó saliva y me miró directo a los ojos.

—Está enfermo. Muy enfermo. Y… te necesita.

Me reí amargamente.

—¿Ahora sí se acuerda que tiene hija?

—Verónica… —susurró Camila—. No es tan simple. Él… él quiere verte antes de morir.

Sentí rabia, dolor y una tristeza tan profunda que casi me ahogo en ella. ¿Por qué tenía que cargar yo con el peso del perdón? ¿Por qué siempre las mujeres somos las que tenemos que sanar las heridas de los hombres?

—No sé si puedo hacerlo —admití, con lágrimas en los ojos.

Camila tomó mi mano.

—Yo tampoco lo sé. Pero si no lo haces ahora… tal vez te arrepientas toda la vida.

Salí de la cafetería sin despedirme. Caminé sin rumbo por las calles llenas de recuerdos: la panadería donde comprábamos conchas después de clases, el parque donde me besé por primera vez con Julián, el mural pintado por mi hermano antes de irse a Estados Unidos buscando un futuro mejor.

Esa noche no dormí. La casa estaba llena de fantasmas: la risa de mi madre en la cocina, los gritos de mi padre borracho, las peleas interminables por dinero y celos. Recordé cómo mi madre me abrazaba fuerte cuando yo lloraba escondida bajo la mesa.

Al día siguiente fui al hospital público. El olor a desinfectante y sudor era insoportable. Pregunté por mi padre en recepción y una enfermera me llevó a su habitación. Lo vi tan pequeño, tan frágil… nada que ver con el hombre fuerte y orgulloso que recordaba.

—Verónica… —susurró él, con voz ronca—. Sabía que vendrías.

No supe qué decirle. Solo lo miré, sintiendo una mezcla de odio y compasión.

—¿Por qué lo hiciste? —pregunté al fin—. ¿Por qué nos destruiste?

Él cerró los ojos y una lágrima rodó por su mejilla arrugada.

—Era joven… era estúpido… pensé que podía tenerlo todo. Pero al final lo perdí todo…

Me quedé ahí sentada, escuchando sus disculpas tardías, sus promesas vacías. Quise gritarle, golpearlo, pero solo pude llorar en silencio.

Los días siguientes fueron una tortura. Mi tía Rosa me llamaba para decirme que debía perdonarlo, que era mi padre después de todo. Mi hermano desde Houston me mandaba mensajes diciendo que él no podía venir pero que yo debía hacer lo correcto por la familia.

Pero nadie preguntaba cómo me sentía yo. Nadie entendía el peso de cargar con los pecados ajenos.

Una tarde, mientras le cambiaba el suero a mi padre porque las enfermeras estaban saturadas, él me tomó la mano con fuerza inesperada.

—Perdóname, hija…

No respondí. Solo lo miré a los ojos y vi miedo. Miedo a morir solo, miedo a no ser recordado más que por sus errores.

El día que murió llovía como nunca en Veracruz. El agua caía con furia sobre los techos de lámina y las calles se inundaban rápido. Me quedé sola en su habitación del hospital, mirando su cuerpo inerte y preguntándome si realmente había hecho lo correcto al venir.

En el funeral nadie lloró mucho. Su otra familia llegó tarde y se sentaron lejos de nosotros. Camila estuvo a mi lado todo el tiempo, apretando mi mano cuando sentía que iba a derrumbarme.

Después del entierro, fuimos a casa de mi tía Rosa. Todos hablaban del futuro: quién se quedaría con la casa vieja, cómo repartirían las pocas cosas valiosas que quedaban. Nadie mencionó el dolor ni las heridas abiertas.

Esa noche salí al patio trasero y miré las estrellas entre las nubes negras. Pensé en todo lo perdido: mi infancia rota, mi madre ausente, mi hermano lejos…

Camila se acercó en silencio y me abrazó fuerte.

—¿Y ahora qué vas a hacer? —me preguntó.

—No lo sé —respondí—. Tal vez aprender a vivir con todo esto… o tal vez solo sobrevivir un día más.

Me pregunto si alguna vez podremos realmente perdonar a quienes nos rompieron el corazón o si solo aprendemos a vivir con las cicatrices. ¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Perdonarían o dejarían ir para siempre?