Cuando el hogar deja de ser tuyo: La historia de Teresa

—¿Por qué no te sientas aquí, Teresa? —me preguntó Mariana, la esposa de mi hijo, señalando una silla de plástico junto a la puerta, mientras ella se acomodaba en el sillón grande con su laptop y una taza de café humeante.

Yo miré la sala. Mi sala. Bueno, ya no era mía, pero aún me costaba aceptarlo. El sillón donde solía tejer en las tardes ahora estaba cubierto de juguetes de mi nieta, Valentina. El mueble que traje de mi antiguo departamento había desaparecido, reemplazado por una repisa moderna llena de adornos que no reconocía.

Hace seis meses vendí mi departamento en el centro de Puebla. Tenía 67 años y cada vez me costaba más subir las escaleras y cargar las bolsas del mercado. Las noches eran largas y frías, y la televisión no llenaba el vacío. Cuando mi hijo, Andrés, me propuso mudarme con ellos, sentí alivio. «Tendrás tu espacio, mamá. Nunca más estarás sola», me prometió.

Recuerdo el día que firmé los papeles de la venta. Lloré en silencio mientras veía cómo los nuevos dueños entraban con sus cajas. Pensé que era el precio de volver a sentirme parte de una familia. Con ese dinero ayudé a Andrés a terminar de pagar la hipoteca de su casa en Cholula. «Es tu casa también, mamá», me dijo abrazándome fuerte.

Al principio todo fue novedad. Mariana me preparaba café por las mañanas y Valentina corría a mi cuarto a mostrarme sus dibujos. Pero pronto las cosas cambiaron. Mariana empezó a dejarme notas en la cocina: «Por favor, no uses la lavadora después de las 8 pm» o «Recuerda no dejar tus cosas en la sala». Andrés llegaba tarde del trabajo y apenas cruzábamos palabra durante la cena.

Una tarde escuché a Mariana hablando por teléfono en voz baja:
—No sé cuánto tiempo más va a estar aquí… A veces siento que no tengo privacidad.

Me dolió más de lo que imaginé. Empecé a encerrarme en mi cuarto, saliendo solo para preparar mi café o ayudar con Valentina cuando Mariana tenía reuniones por Zoom.

Un domingo, durante el almuerzo, intenté romper el hielo:
—¿Y si hacemos enchiladas verdes como las que le gustaban a tu papá?

Mariana suspiró sin mirarme:
—Ay, Teresa, es que aquí nadie come picante…

Andrés ni siquiera levantó la vista del celular.

Las semanas pasaron y empecé a notar pequeños cambios: mis cosas desaparecían de la cocina, mi silla favorita fue llevada al patio «para hacer espacio», y Mariana empezó a invitar a sus amigas los viernes por la tarde. Me quedaba en mi cuarto escuchando las risas y el bullicio desde lejos.

Una noche, Valentina entró corriendo a mi cuarto llorando porque Mariana le había regañado por dejar crayones en la sala.
—Abuelita, ¿por qué mamá está siempre enojada?

No supe qué decirle. La abracé fuerte y sentí una punzada de culpa. ¿Había hecho mal en venir aquí? ¿Había invadido un espacio que no era mío?

Un día encontré a Mariana limpiando la sala con furia.
—Teresa, ¿puedes por favor no dejar tus revistas aquí? Ya te lo he dicho varias veces.

Sentí cómo se me apretaba el pecho. Me disculpé y recogí mis cosas en silencio. Andrés llegó esa noche y le conté lo que sentía.
—Mamá, entiende que Mariana también necesita su espacio. No es fácil para nadie.

Me fui a dormir sintiéndome más sola que nunca.

A veces salgo al parque con Valentina y veo a otras señoras de mi edad charlando en las bancas, riendo juntas. Yo solo tengo mi celular y los mensajes esporádicos de mis antiguas vecinas: «Te extrañamos en el edificio, Tere».

El otro día intenté sentarme en la sala para ver una novela, pero Mariana puso música para hacer ejercicio y me pidió si podía ver la tele en mi cuarto porque «necesitaba el espacio».

Ahora paso los días entre cuatro paredes, mirando fotos viejas y preguntándome si tomé la decisión correcta. El dinero de mi departamento se fue rápido: arreglos en la casa, una nueva lavadora, clases para Valentina… Ahora ni siquiera tengo ahorros para rentar un cuartito propio.

A veces escucho a Andrés y Mariana discutir por mí:
—No podemos seguir así, Andrés. Tu mamá necesita algo más…
—¿Y qué quieres que haga? ¡Es mi mamá!

Me siento una carga. Una sombra en una casa que ya no es mía ni lo será nunca.

Hoy ni siquiera tengo dónde sentarme en la sala. Mi lugar es un rincón invisible entre las paredes de esta casa ajena.

¿Será que uno nunca deja de ser forastero cuando depende de los demás? ¿Cuántas Teresas habrá allá afuera sintiéndose extrañas bajo el mismo techo de su propia sangre?