Un adiós navideño y un milagro de Año Nuevo

—¿Dónde estás, Javier? —susurré, apretando el mantel entre mis dedos temblorosos, mientras el reloj de la sala marcaba las nueve y media. El aroma del lomo al horno con papas llenaba la casa, mezclándose con el incienso barato que mi hija Lucía había encendido en el altar de la Virgen. Las velas titilaban sobre la mesa, lanzando sombras largas en las paredes descascaradas de nuestra casa en San Miguel de Tucumán.

Era Nochebuena, y yo había puesto todo mi empeño en que fuera especial. Había limpiado hasta el último rincón, cocinado desde temprano, y hasta me puse el vestido rojo que Javier siempre decía que me hacía ver como cuando nos conocimos en la fiesta patronal del pueblo. Pero él no llegaba. Dos horas tarde. Ni un mensaje, ni una llamada. Nada.

—Mamá, ¿por qué no comemos ya? —preguntó Lucía, con los ojos grandes y tristes—. Tengo hambre.

—Esperemos un poco más, hija —le respondí, forzando una sonrisa—. Seguro tu papá ya viene.

Pero por dentro sentía que algo estaba mal. No era la primera vez que Javier desaparecía sin avisar. Desde que perdió el trabajo en la fábrica de azúcar, se había vuelto irritable, callado, y a veces salía a buscar «algo que hacer» y volvía borracho o con los ojos rojos de tanto llorar. Yo lo entendía, o al menos eso quería creer. La vida no era fácil para nadie en estos tiempos, pero menos para un hombre acostumbrado a ser el sostén de su familia.

El teléfono vibró sobre la mesa. Salté a contestar, con el corazón en la garganta.

—¿Bueno? —dije, casi sin voz.

—¿Señora Marta? —era la voz grave de Don Ernesto, el vecino—. Vi a Javier hace rato por la avenida Belgrano… iba medio apurado, parecía nervioso.

—Gracias, Don Ernesto —respondí, sintiendo un nudo en el estómago.

Lucía me miró con preocupación.

—¿Papá está bien?

No supe qué decirle. Me senté junto a ella y le acaricié el cabello.

—A veces los adultos también se pierden un poco, hija —le dije—. Pero siempre encuentran el camino de regreso.

La cena se enfrió. Las velas se consumieron hasta dejar solo cera derretida sobre el mantel bordado por mi abuela. Afuera, los fuegos artificiales comenzaron a estallar antes de tiempo, como si todos quisieran adelantar la llegada del Año Nuevo para olvidar los problemas del año viejo.

A las once y media, cuando ya había perdido toda esperanza, escuché pasos tambaleantes en la vereda. Abrí la puerta y ahí estaba Javier: despeinado, con la camisa manchada y los ojos hinchados. Olía a alcohol y a tristeza.

—Perdón… —balbuceó—. No podía… no podía venir antes.

Lo abracé fuerte, sintiendo su cuerpo temblar contra el mío.

—¿Dónde estabas? —le pregunté entre lágrimas.

—Fui a buscar trabajo… cualquier cosa… pero nadie quiere tomar a un viejo como yo en vísperas de Navidad —dijo, rompiendo a llorar como un niño.

Lucía se acercó despacio y le tomó la mano.

—Papá, no importa si no hay regalos ni trabajo. Solo queremos que estés con nosotras.

Nos sentamos los tres alrededor de la mesa fría. Comimos en silencio, compartiendo más lágrimas que palabras. Pero esa noche entendí algo: lo importante no era la comida caliente ni los regalos bajo el árbol improvisado con ramas secas; era estar juntos, aunque fuera en medio del dolor y la incertidumbre.

Los días siguientes fueron difíciles. Javier caía en pozos de tristeza cada vez más profundos. Yo hacía lo posible por mantenerme fuerte por Lucía, pero a veces me encerraba en el baño a llorar para que nadie me viera. La plata no alcanzaba ni para pagar la luz; una noche nos cortaron el servicio y tuvimos que cenar a la luz de una vela vieja que encontramos en un cajón.

El 31 de diciembre llegó sin promesas ni alegría. El barrio entero parecía resignado: algunos vecinos hacían asados con lo poco que tenían; otros simplemente se reunían a tomar mate y recordar tiempos mejores. Yo preparé una ensalada de arroz con lo último que quedaba en la alacena y traté de convencerme de que todo iba a mejorar con el nuevo año.

A las once de la noche, Javier salió al patio sin decir palabra. Lo seguí en silencio y lo encontré mirando las estrellas, con los ojos perdidos en el cielo oscuro.

—¿Sabés qué deseo le pediría al año nuevo? —me dijo sin mirarme—. Que me devuelva la dignidad… o al menos las ganas de seguir luchando.

Me acerqué despacio y lo abracé por detrás.

—No estás solo —le susurré—. Somos una familia. Y aunque no tengamos nada más que este pedazo de cielo sobre nuestras cabezas, vamos a salir adelante juntos.

En ese momento escuchamos un grito desde la calle:

—¡Javier! ¡Marta! ¡Vengan rápido!

Era Don Ernesto otra vez, agitando los brazos como loco frente a su casa. Corrimos hacia él y lo encontramos junto a un hombre vestido con uniforme azul: era un empleado municipal.

—¿Ustedes son los dueños de esta casa? —preguntó el hombre.

Asentimos con miedo.

—Vengo a avisarles que han sido seleccionados para un programa especial del municipio: les van a instalar paneles solares gratis para que tengan luz y agua caliente todo el año —anunció con una sonrisa—. Es un proyecto piloto para familias afectadas por la crisis.

No lo podíamos creer. Javier cayó de rodillas y rompió a llorar otra vez, pero esta vez eran lágrimas de alivio. Yo abracé a Lucía tan fuerte que casi le quito el aire.

Esa noche brindamos con agua fresca y pan casero que nos regaló Doña Rosa, la vecina del fondo. Por primera vez en mucho tiempo sentí esperanza: tal vez no era un milagro como los de las novelas mexicanas que veía mi mamá, pero para nosotros era suficiente para empezar de nuevo.

Cuando dieron las doce y los fuegos artificiales iluminaron el cielo tucumano, miré a mi familia y pensé: ¿cuántos milagros pequeños pasan desapercibidos cada día? ¿Cuántas veces dejamos que la tristeza nos impida ver las oportunidades?

Tal vez este año no tengamos mucho, pero tenemos lo más importante: nos tenemos los unos a los otros. ¿Y ustedes? ¿Qué milagros pequeños han vivido sin darse cuenta?