Un Paso Más Hacia el Divorcio
—¿Otra vez vas a empezar, Camila? —me espetó Julián, mi esposo, mientras tiraba la mochila sobre el sofá y ni siquiera me miraba a los ojos.
Sentí cómo la rabia me subía por la garganta, pero esta vez no iba a ceder. Llevaba semanas pidiéndole que me acompañara a ver a mi bisabuela Feliciana, allá en San Bartolo, un pueblito perdido entre los cerros de Jalisco. La abuela ya tenía noventa y ocho años y cada visita podía ser la última. Pero Julián siempre tenía una excusa: que el trabajo, que estaba cansado, que para qué ir tan lejos solo para ver a una anciana que ni siquiera recordaba su nombre.
—No es solo por ella, Julián. Es por mí. Es mi familia —le dije, con la voz temblando entre el enojo y la tristeza.
Él se encogió de hombros y encendió la televisión. Sentí que algo dentro de mí se rompía. ¿En qué momento nos volvimos dos extraños compartiendo el mismo techo? ¿Cuándo dejamos de escucharnos?
Esa noche no dormí. Me quedé mirando el techo, repasando cada discusión, cada silencio incómodo. Recordé cuando nos conocimos en la universidad de Guadalajara: él era divertido, soñador, siempre dispuesto a lanzarse a la aventura. Yo era tímida, pero con él sentía que podía ser yo misma. Ahora, después de diez años juntos y dos hijos pequeños, solo quedaba el cansancio y las cuentas por pagar.
A la mañana siguiente, mientras preparaba el desayuno para los niños, Julián bajó con cara de fastidio.
—¿Vas a seguir con lo mismo? —me preguntó sin mirarme.
—Sí —le respondí, firme—. Me voy a San Bartolo con los niños. Si quieres venir, bien. Si no… ya no sé qué más decirte.
Él bufó y salió sin despedirse. Sentí las lágrimas ardiendo en mis ojos, pero no iba a dejar que me viera llorar.
Empaqué lo necesario y subí a los niños al coche. El camino hasta San Bartolo era largo y lleno de curvas. Los niños dormían en el asiento trasero mientras yo luchaba por mantenerme despierta. Al llegar al pueblo, el aire olía a tierra mojada y tortillas recién hechas. La casa de mi bisabuela estaba al final de una calle de tierra, rodeada de nopales y bugambilias.
Feliciana me recibió con un abrazo frágil pero cálido. Sus ojos, llenos de arrugas y recuerdos, brillaban al vernos.
—Ay, m’ija… pensé que ya no venías —susurró.
—Nunca dejaría de venir, abuela —le respondí, conteniendo el llanto.
Pasamos la tarde escuchando sus historias: cómo sobrevivió a la Revolución, cómo crió sola a sus hijos cuando su esposo murió en un accidente en la mina, cómo vio partir a sus nietos a Estados Unidos buscando una vida mejor. Cada palabra era una lección de resistencia y amor.
Esa noche, mientras los niños dormían en un catre improvisado, me senté junto a Feliciana en el patio. El cielo estaba lleno de estrellas y el silencio era tan profundo que podía escuchar mi propio corazón latiendo.
—¿Y Julián? —preguntó ella de pronto.
—No quiso venir —admití, sintiendo una punzada de vergüenza.
Ella suspiró y me tomó la mano.
—No juzgues tan rápido, m’ija. Los hombres a veces se pierden en su propio orgullo. Pero uno también tiene que saber cuándo luchar… y cuándo soltar.
Sus palabras me dejaron pensando toda la noche. ¿Estaba luchando por algo que ya no existía? ¿O simplemente tenía miedo de quedarme sola?
Al día siguiente, mientras ayudaba a Feliciana a preparar tamales para la fiesta del pueblo, llegó un mensaje de Julián: “No sé si esto tenga arreglo. Hablamos cuando regreses”.
Sentí un vacío en el estómago. ¿Eso era todo? ¿Diez años juntos reducidos a un mensaje frío?
La fiesta del pueblo fue un remanso en medio del dolor: música de mariachi, risas de niños corriendo entre los puestos de antojitos, viejas amigas abrazándome como si el tiempo no hubiera pasado. Por un momento sentí que pertenecía a algo más grande que mis problemas; una red invisible tejida por generaciones de mujeres fuertes como Feliciana.
Esa noche me desahogué con mi tía Lupita, quien nunca tuvo pelos en la lengua:
—Mira, Camila —me dijo mientras servía tequila en dos vasitos—. Los hombres van y vienen, pero la familia es lo único que queda. Si Julián no quiere luchar por ustedes, tú sí puedes hacerlo… aunque sea sola.
Sus palabras me dieron fuerza. Decidí quedarme unos días más en San Bartolo para pensar bien las cosas. Los niños estaban felices corriendo libres entre gallinas y perros callejeros; yo sentía que poco a poco recuperaba el aliento perdido en la ciudad.
Una tarde, mientras recogía leña detrás de la casa, encontré una caja vieja llena de cartas amarillentas. Eran cartas de mi bisabuelo para Feliciana durante sus años en la mina. En ellas hablaba del miedo, del cansancio… pero sobre todo del amor incondicional que sentía por su familia.
Lloré al leerlas. ¿Dónde había quedado ese amor capaz de resistirlo todo? ¿Era posible recuperarlo?
El último día antes de regresar a Guadalajara, Feliciana me llamó a su cuarto. Me entregó una medalla antigua y me dijo:
—Esto es para ti. Para que recuerdes que eres fuerte… aunque sientas que te vas a romper.
La abracé con todas mis fuerzas. Sabía que tal vez sería la última vez que la vería.
De regreso en casa, Julián me esperaba sentado en la sala. Tenía ojeras profundas y los ojos rojos.
—No sé qué nos pasó —me dijo apenas crucé la puerta—. Pero no quiero perderte.
Me senté frente a él y por primera vez en mucho tiempo hablamos sin gritos ni reproches. Hablamos del miedo, del cansancio… pero también del amor que aún quedaba entre nosotros.
No sé si lograremos salvar nuestro matrimonio. No sé si el dolor se irá alguna vez. Pero aprendí algo en San Bartolo: uno puede perderlo todo menos la esperanza.
Ahora les pregunto: ¿cuántas veces han sentido que están a punto de rendirse? ¿Vale la pena luchar por lo que amamos o hay momentos en los que debemos aprender a soltar?