Cuando el autobús se detuvo, mi vida cambió para siempre
—¡Abuela, tengo calor! —gritó Emiliano, mientras Valentina, con los ojos llenos de lágrimas, me tiraba del vestido.
El motor del autobús rugió una última vez y murió, como si el calor de agosto hubiera consumido hasta la última gota de esperanza. El chofer, don Ramiro, se bajó maldiciendo en voz baja. Afuera, el asfalto brillaba como un espejo roto bajo el sol del mediodía. Adentro, el aire era denso, cargado de sudor y quejas.
—¡Esto es una vergüenza! —protestó una señora con acento costeño, abanicándose con una revista vieja—. ¿Quién va a responder por esto?
Yo miré a mis nietos: Emiliano, con la camiseta pegada al cuerpo, y Valentina, abrazando su mochila como si fuera un salvavidas. Sentí una punzada de culpa. ¿Por qué acepté traerlos a la parcela hoy? ¿Por qué insistí en que debían conocer el campo, como yo lo conocí de niña en Veracruz?
—Tranquilos, mis amores —susurré—. Todo va a estar bien.
Pero ni yo me lo creía. El murmullo de los pasajeros crecía. Un joven con tatuajes discutía con don Ramiro:
—¿Y ahora qué? ¿Nos vamos a quedar aquí esperando a que el sol nos derrita?
Don Ramiro levantó las manos:
—Ya llamé a la central, pero quién sabe cuándo manden otro camión.
Valentina empezó a llorar. Sentí cómo la ansiedad me apretaba el pecho. No era solo el calor ni la incomodidad. Era algo más profundo: el miedo a no poder protegerlos, a fallarles como sentí que fallé a mi propia hija, Lucía.
Me vi reflejada en la ventana sucia del autobús: una mujer de sesenta y tres años, con las manos marcadas por el trabajo y los ojos cansados de tantas despedidas. Recordé el día en que Lucía se fue a Ciudad de México buscando una vida mejor. «Mamá, no puedo más con este pueblo», me dijo. «Aquí no hay futuro para mis hijos». Y yo la dejé ir, tragándome las lágrimas.
—Abuela, ¿por qué no nos bajamos? —preguntó Emiliano.
Miré alrededor. Algunos pasajeros ya salían al camino polvoriento buscando sombra bajo los escasos mezquites. Tomé la mano de mis nietos y salimos también. El calor afuera era brutal, pero al menos corría una brisa leve.
Nos sentamos en una piedra grande junto al camino. Valentina apoyó la cabeza en mi regazo.
—¿Cuándo va a venir mamá? —susurró.
No supe qué responderle. Lucía trabajaba doble turno en el hospital y apenas tenía tiempo para llamadas rápidas por WhatsApp. Yo era quien cuidaba de los niños casi todo el verano.
De pronto, escuché pasos detrás de mí. Era doña Carmen, mi vecina de toda la vida.
—¿Te acuerdas cuando se nos descompuso la camioneta allá por el río? —me dijo con una sonrisa cansada—. Tuvimos que caminar tres horas hasta el pueblo.
Asentí, recordando aquel día en que mi esposo aún vivía y todo parecía más sencillo.
—Los tiempos cambian —dije—. Ahora los niños no aguantan ni media hora sin aire acondicionado.
Doña Carmen rió suavemente.
—No los juzgues tan duro, Bárbara. Ellos no han tenido que pasar por lo que nosotras pasamos.
Miré a mis nietos y sentí una mezcla de ternura y tristeza. ¿Estaba criando niños débiles? ¿O simplemente era otra época?
El sol seguía cayendo implacable cuando un auto viejo se detuvo frente a nosotros. Bajó un hombre alto, moreno, con una gorra azul.
—¿Necesitan ayuda? —preguntó.
Dudé un segundo antes de responder. En estos tiempos uno nunca sabe… Pero la desesperación pudo más.
—¿Nos podría llevar al pueblo? Los niños están exhaustos.
El hombre asintió y abrió la puerta trasera del coche. Subimos apretados entre cajas de verduras y bolsas de pan.
Durante el trayecto, Emiliano preguntó:
—¿Usted tiene hijos?
El hombre sonrió tristemente.
—Tuve uno… pero se fue al norte hace años. No sé nada de él desde entonces.
Sentí un nudo en la garganta. La historia se repetía en todos lados: padres e hijos separados por la necesidad, por los sueños o por el simple paso del tiempo.
Llegamos al pueblo y le agradecí al hombre con lágrimas en los ojos. Caminamos hasta la casa bajo el cielo anaranjado del atardecer. Al entrar, Valentina corrió directo al retrato de su mamá y lo abrazó como si pudiera sentirla a través del vidrio.
Esa noche, mientras preparaba frijoles y arroz para cenar, escuché a Emiliano hablando con su hermana:
—¿Tú crees que mamá algún día vuelva a vivir con nosotros?
Valentina no respondió. Yo tampoco tenía respuesta para esa pregunta.
Me senté en la mesa y miré las manos temblorosas que sostenían la cuchara de madera. Pensé en mi propia madre, en cómo me enseñó a ser fuerte aunque todo se viniera abajo. Pensé en Lucía y en cómo la vida nos obliga a tomar decisiones imposibles.
Esa noche soñé con mi esposo, Julián. Lo vi parado junto al río donde solíamos pescar cuando éramos jóvenes. Me sonreía y me decía:
—No tengas miedo, Bárbara. Los niños aprenderán a ser fuertes… igual que tú.
Desperté antes del amanecer con el corazón apretado pero decidido. Fui al cuarto de los niños y los encontré dormidos, abrazados uno al otro como dos pollitos buscando calor.
Me senté junto a ellos y les acaricié el cabello.
—Vamos a estar bien —les susurré—. Pase lo que pase, siempre vamos a estar juntos.
Al día siguiente, Lucía llamó por videollamada. Su rostro cansado apareció en la pantalla del celular.
—Mamá… perdón por no poder estar ahí más seguido —me dijo con voz quebrada—. A veces siento que los estoy perdiendo…
Le respondí con firmeza:
—No te preocupes, hija. Aquí estamos bien. Los niños te extrañan pero saben que todo esto es por su bien.
Lucía lloró en silencio unos segundos antes de despedirse apresurada por el trabajo.
Apagué el celular y me quedé mirando la pantalla negra. Sentí rabia contra el sistema que obliga a las madres a separarse de sus hijos para sobrevivir; contra la pobreza que nunca nos deja respirar tranquilos; contra mí misma por no haber podido darle otra vida a mi hija.
Pero también sentí orgullo: por Lucía, por mis nietos y por mí misma. Porque pese a todo seguimos adelante, aferrándonos unos a otros como ramas en medio del huracán.
Ahora les pregunto: ¿Cuántas familias más viven separadas por necesidad? ¿Cuánto sacrificio es justo pedirle a una madre o una abuela? ¿Vale la pena todo este esfuerzo si al final lo único que queremos es estar juntos?