Entre el amor y la culpa: la abuela que quiso vivir para sí misma
—¿Mamá, puedes venir mañana a cuidar a los niños?— La voz de mi hija, Mariana, sonaba cansada, casi suplicante. Era martes por la noche y yo acababa de cerrar el libro de italiano que había comprado con tanta ilusión.
Sentí una punzada en el pecho. No era la primera vez que me lo pedía, ni sería la última. Desde que me jubilé hace dos años, mi vida parecía girar únicamente alrededor de las necesidades de los demás. Siempre pensé que después de los sesenta, cuando los hijos se fueran y el trabajo quedara atrás, por fin llegaría mi momento. Pero nadie me advirtió que ser abuela en México significaba ser la niñera oficial, la cocinera de emergencia, la consejera sentimental y hasta chofer sin sueldo.
—Claro, hija —respondí, tragando saliva—. ¿A qué hora paso?
Colgué el teléfono y me quedé mirando el techo. «¿Esto es todo?», pensé. ¿Dónde quedaron mis sueños de viajar a la playa en temporada baja, de aprender a bailar salsa o simplemente dormir hasta tarde sin remordimientos? Me sentía atrapada entre el amor por mis nietos y el deseo profundo de vivir para mí.
Mi esposo, Ernesto, me miró desde el sillón. —¿Otra vez vas a cuidar a los niños?— preguntó con una mezcla de resignación y ternura.
—Sí —le respondí—. Mariana tiene mucho trabajo y dice que no puede sola.
Él suspiró. —Tú también tienes derecho a descansar, Lucía.
Pero en nuestra cultura, ¿quién le dice que no a una hija? ¿Quién se atreve a poner sus propios deseos por encima de la familia? Sentí que traicionaba un código invisible: el de la buena abuela, la que siempre está disponible, la que nunca se cansa.
Al día siguiente, mientras preparaba hotcakes para mis nietos, escuché a Mariana discutir con su esposo al teléfono. «¡Si mi mamá no puede ayudarnos, no sé qué haríamos!», exclamó ella. Sentí orgullo, pero también una presión insoportable sobre los hombros.
Por las noches, cuando todos dormían, sacaba mi cuaderno de italiano y practicaba en voz baja: «Mi chiamo Lucía…» Pero cada vez era más difícil concentrarme. Mi hijo menor, Andrés, también empezó a llamarme para pedirme favores: «Mamá, ¿puedes acompañar a mi esposa al doctor?», «Mamá, ¿puedes venir a ver al niño mientras hago un trámite?».
Un día, después de una semana especialmente agotadora, me atreví a decirle a Mariana:
—Hija, necesito un tiempo para mí. Quiero inscribirme en un curso de yoga y quizá viajar unos días sola.
Ella me miró como si le hubiera dicho que pensaba mudarme a otro país.
—¿Pero cómo? ¿Y los niños? ¿Y si te necesitamos?
Sentí cómo la culpa me ahogaba. —No es que no quiera ayudar —dije—. Pero también quiero hacer cosas para mí.
Mariana se quedó callada. Días después, escuché a mi nuera decirle a Andrés: «Tu mamá ya no quiere ser abuela, parece que le estorbamos». Me dolió más de lo que imaginé.
Empecé a notar miradas extrañas en las reuniones familiares. Mi hermana Rosa me llamó para decirme: «Ay Lucía, no seas egoísta. Nosotras fuimos criadas para servir a la familia».
Pero yo ya no podía más. Una tarde me senté frente al mar —sí, logré escaparme unos días— y lloré como no lo hacía desde niña. Recordé a mi madre, siempre sacrificada, siempre cansada. Recordé cómo juré que yo sería diferente.
En ese momento decidí que merecía vivir mi propia vida. Empecé a decir «no» con miedo pero también con firmeza. Algunos se molestaron; otros aprendieron a organizarse sin mí. Descubrí que mis nietos me querían igual aunque no estuviera disponible todo el tiempo.
Hoy sigo luchando con la culpa y el amor. Sigo siendo abuela, pero también soy Lucía: una mujer con sueños propios.
A veces me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto poner límites en la familia? ¿Cuándo aprenderemos que cuidarnos también es una forma de amar?