Entre ollas y silencios: el peso de las expectativas familiares
—¿Así piensas servirle la comida a mi hijo? —me espetó Doña Rosa, con la voz tan filosa como el cuchillo con el que pelaba papas en la mesa de la cocina.
Sentí cómo se me apretaba el pecho. Apenas eran las siete de la mañana y ya tenía ganas de llorar. El aroma a café recién hecho no alcanzaba a tapar el olor a juicio que flotaba en el aire. Yo, Mariana, la nuera que no sabe ni hervir agua, según ella. La que llegó de la ciudad a este pueblo polvoriento de Michoacán, con sueños de independencia y una receta de pasta que nadie aquí quería probar.
—Doña Rosa, yo… —intenté defenderme, pero ella me interrumpió con un bufido.
—Mira, niña, aquí las cosas se hacen como Dios manda. Mi hijo está acostumbrado a comer bien. No esas cosas raras que tú haces —dijo mientras metía las papas peladas en un frasco enorme, uno de esos de tres litros que guardaba desde hace años para sus conservas.
La miré en silencio. ¿Para qué pelaba tantas papas si vivía sola? ¿Por qué preparaba un cazo entero de mole o una olla gigante de pozole si apenas comía un plato?
—¿No cree que es mucho para usted sola? —me atreví a preguntar.
Ella me miró como si hubiera dicho una blasfemia.
—Esto es para mi hijo. Para que no pase hambre cuando tú no sepas qué hacerle —respondió con desdén.
Mi esposo, Julián, nunca decía nada. Se sentaba a la mesa y comía lo que le pusieran enfrente, como si no notara la tensión. Pero yo sí la sentía. Cada vez que Doña Rosa me corregía, cada vez que criticaba mi comida o me recordaba cómo hacía las cosas su difunta suegra, sentía que me encogía un poco más.
—¿Por qué no aprendes a hacer tortillas a mano? —me preguntó un día mientras yo luchaba con la prensa y la masa se pegaba en mis dedos.
—Estoy intentando…
—Intentar no es suficiente. Aquí las mujeres saben cocinar desde niñas. ¿Tu mamá no te enseñó nada?
Me mordí los labios. Mi mamá era enfermera y apenas tenía tiempo para enseñarme a sobrevivir en la ciudad, mucho menos para enseñarme recetas ancestrales. Pero eso Doña Rosa nunca lo entendería.
Las semanas pasaban y yo sentía que me ahogaba. Las vecinas cuchicheaban cuando iba al mercado:
—Esa es la nuera de Doña Rosa…
—Dicen que ni el arroz le sale…
A veces Julián intentaba consolarme:
—No le hagas caso, mi mamá es así con todos…
Pero no era cierto. Con su otra nuera, Lupita, era distinta. Lupita sí sabía hacer tamales y menudo; Lupita sí tenía las manos curtidas por el metate y la leña. Yo era la extraña, la forastera con uñas pintadas y libros en la mochila.
Una tarde, mientras lavaba los trastes, escuché a Doña Rosa hablando por teléfono con su hermana en Guadalajara:
—Esta muchacha no sirve para nada. Mi Julián va a terminar flaco como palo…
Sentí una rabia sorda. ¿Por qué todo recaía sobre mí? ¿Por qué nadie le preguntaba a Julián si quería ayudar en la cocina? ¿Por qué nadie pensaba en lo que yo sentía?
Esa noche, después de cenar en silencio, me encerré en el cuarto y lloré hasta quedarme dormida. Soñé con mi mamá, con su abrazo cálido y su voz diciéndome que yo podía con todo.
Al día siguiente, decidí hacer algo diferente. Fui al mercado temprano y compré ingredientes para preparar una lasaña, mi platillo favorito desde niña. Sabía que Doña Rosa torcería la boca, pero necesitaba sentirme yo misma aunque fuera por un momento.
Mientras cocinaba, ella me observaba desde la puerta.
—¿Eso qué es? —preguntó con desconfianza.
—Lasaña —respondí sin mirarla.
—Aquí nadie come esas cosas…
No respondí. Seguí cocinando mientras sentía su mirada clavada en mi espalda.
Cuando Julián llegó del trabajo, le serví un pedazo de lasaña. Él sonrió y me besó la frente.
—Gracias, amor. Se ve deliciosa.
Doña Rosa resopló y se sirvió un plato de frijoles que había preparado por si acaso.
Esa noche cenamos en silencio. Pero por primera vez sentí un pequeño triunfo: había cocinado algo mío, algo que me recordaba quién era antes de perderme entre expectativas ajenas.
Los días siguieron igual: críticas veladas, comparaciones constantes, silencios incómodos. Pero también empecé a encontrar pequeños espacios para mí: una caminata al atardecer, una llamada a mi mamá, un libro leído a escondidas bajo las sábanas.
Un domingo por la tarde, mientras ayudaba a Doña Rosa a guardar papas en frascos enormes, me atreví a preguntarle:
—¿Por qué guarda tantas papas si casi no come?
Ella se quedó callada un momento. Luego suspiró y bajó la voz:
—Cuando era niña pasamos hambre… Mi mamá guardaba todo lo que podía para el invierno. No quiero que mi hijo pase lo mismo…
Por primera vez vi algo distinto en sus ojos: miedo, nostalgia, amor mal entendido.
Esa noche pensé mucho en ella. En cómo el miedo puede disfrazarse de exigencia; en cómo las heridas del pasado se heredan sin quererlo.
No fue fácil después de eso. Seguimos discutiendo por cosas pequeñas: el arroz quemado, el mole muy salado, los frascos apilados en la alacena. Pero empecé a entenderla un poco más… y también a entenderme a mí misma.
Hoy escribo esto mientras preparo café para mí sola. Julián está trabajando y Doña Rosa fue al pueblo vecino a visitar a su hermana. La casa está en silencio y por primera vez no me siento culpable por disfrutarlo.
Me pregunto cuántas mujeres como yo han sentido este peso sobre sus hombros; cuántas han llorado en silencio por no ser suficientes para una familia que nunca pidió tenerlas cerca.
¿Hasta cuándo vamos a cargar con expectativas ajenas? ¿Cuándo aprenderemos a cocinar nuestra propia felicidad?