Entre el amor y el reproche: La historia de un nieto criado por su abuela

—Mamá, no puedo más… —La voz de Lucía temblaba al otro lado del teléfono, como si el frío de esa noche de junio en Buenos Aires se colara por la línea y me helara el alma—. No quiero dejar a Emiliano, pero si no trabajo, no comemos… Ayudame, por favor.

Sentí que el corazón se me partía en dos. Yo, Marta, una mujer de 58 años, viuda desde hacía una década, con las manos gastadas de limpiar casas ajenas y la espalda encorvada de cargar con la vida, escuchaba a mi hija mayor suplicando por ayuda. Lucía siempre fue fuerte, pero la maternidad solitaria la había desgastado. Emiliano tenía apenas dos años y ya conocía el sabor amargo de las ausencias.

—Traelo mañana temprano —le dije, tragando mis propias lágrimas—. Yo me encargo de él. Vos hacé lo que tengas que hacer.

Así empezó todo. Al día siguiente, Lucía llegó con Emiliano envuelto en una manta azul y los ojos hinchados de tanto llorar. Me abrazó fuerte, como cuando era niña y se caía jugando en la vereda. No hablamos mucho; no hacía falta. El silencio estaba cargado de promesas rotas y sueños postergados.

Los días se volvieron rutina: yo llevaba a Emiliano al jardín, le preparaba la merienda, le enseñaba a leer con los libros viejos que guardaba de mis hijos. Él me decía “mamá Marta” y yo sentía que la vida me daba una segunda oportunidad para hacer las cosas bien. Lucía venía los fines de semana, pero siempre apurada, siempre con el celular pegado a la oreja. “Me ofrecieron un puesto en la oficina central”, “Tengo una capacitación en Córdoba”, “No llego a fin de mes”. Yo asentía y le preparaba su comida favorita, esperando que algún día se quedara un rato más.

Pasaron los años. Emiliano creció entre mis brazos y los regaños cariñosos de su tía menor, Florencia, que aún vivía conmigo. Aprendió a andar en bicicleta en la plaza del barrio y a rezar el rosario los domingos conmigo. Cuando cumplió siete años, me escribió una carta: “Gracias por cuidarme cuando mamá no puede”. La guardé en mi cajón más íntimo, junto a las fotos viejas y las cartas de mi difunto esposo.

Pero nada es eterno. Un día, Lucía apareció en casa sin avisar. Había cambiado: vestía ropa elegante, llevaba el cabello recogido y olía a perfume caro. Emiliano estaba haciendo la tarea en la mesa del comedor.

—Mamá —dijo Lucía con voz firme—. Vengo a buscar a mi hijo.

Sentí que el mundo se me caía encima.

—¿Cómo que venís a buscarlo? —pregunté, tratando de mantener la calma—. Emiliano vive acá desde hace casi seis años…

—¡Es mi hijo! —gritó ella, con los ojos llenos de rabia y lágrimas contenidas—. Vos me lo sacaste… Me lo robaste con tus mimos y tus cuentos…

Emiliano nos miraba en silencio, apretando fuerte su cuaderno.

—Lucía, vos me lo pediste… Yo solo quise ayudarte —susurré, sintiendo una culpa que me quemaba por dentro.

—¿Ayudarme? ¡Me reemplazaste! Ahora él te quiere más a vos que a mí…

La discusión fue larga y dolorosa. Florencia intentó mediar, pero todo era gritos y reproches. Lucía decía que yo había aprovechado su debilidad para quedarme con su hijo; yo le recordaba las noches en vela, los cumpleaños sin ella, los abrazos que solo una madre puede dar aunque no haya parido.

Esa noche no dormí. Escuché a Emiliano llorar bajito en su cuarto y sentí que el corazón se me rompía otra vez. ¿Había hecho mal? ¿Debí haberle exigido a Lucía que se hiciera cargo desde el principio? ¿O era mi deber como madre ayudarla a salir adelante?

Los días siguientes fueron un infierno. Lucía venía todos los días a buscar a Emiliano para llevarlo al parque o al cine. Él volvía callado, distante. Una tarde me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—No quiero irme de casa, abuela…

No supe qué decirle. Solo lo abracé más fuerte.

En el barrio empezaron los rumores: “Pobre Marta, le crió el hijo a la hija y ahora se lo quieren sacar”, “Lucía siempre fue ambiciosa”, “El chico va a quedar traumado”. Yo caminaba por la feria con la cabeza gacha, sintiendo el peso de todas esas miradas.

Un domingo, Lucía vino temprano y pidió hablar conmigo a solas.

—Mamá —dijo con voz cansada—. No sé qué hacer… Siento que ya no soy su mamá…

La abracé como cuando era niña y le dije:

—Nunca es tarde para volver a serlo. Pero tenés que estar dispuesta a luchar por él todos los días… como yo lo hice por vos.

Lloramos juntas largo rato. Emiliano nos miraba desde la puerta, con sus ojos grandes llenos de preguntas.

Hoy las cosas no son perfectas. Lucía intenta pasar más tiempo con Emiliano; yo trato de dar un paso al costado aunque me duela en el alma. A veces siento que perdí a mi hija para ganar un nieto; otras veces creo que solo somos tres almas heridas tratando de aprender a quererse otra vez.

¿Hice bien en criar a Emiliano? ¿O le robé sin querer la oportunidad de tener una madre presente? ¿Cuántas abuelas en nuestro país viven este mismo dilema? Ojalá alguien tenga respuestas…