Entre el amor y el silencio: la traición de mi propia hija
—¿Por qué me haces esto, Mariana? —le pregunté, con la voz quebrada y las manos temblorosas, mientras ella recogía sus cosas del comedor de mi casa. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales como si quisiera entrar y ser testigo de nuestro drama.
Mariana ni siquiera me miró. Su silencio era más cruel que cualquier palabra. Yo, su madre, la que estuvo a su lado cuando todo se derrumbó, ahora era la enemiga. ¿Cómo llegamos a esto?
Recuerdo el día en que llegó llorando, con el maquillaje corrido y el corazón hecho pedazos. Su esposo, Julián, le había sido infiel por tercera vez. Yo la abracé fuerte, como cuando era niña y se caía de la bicicleta en el parque de la colonia. «Mamá, no puedo más», sollozaba. Y yo le prometí que nunca estaría sola.
Durante meses, la casa se llenó de sus lágrimas y de mis consejos. Le ayudé a buscar trabajo, cuidé a mis nietos mientras ella iba a entrevistas y hasta vendí mi anillo de bodas para pagarle un abogado decente. «Eres fuerte, hija. Vas a salir adelante», le repetía cada noche, aunque por dentro me moría de miedo por ella.
El divorcio fue un escándalo en la familia. Mi hermana Lucía me llamó para decirme que estaba criando una malagradecida, que las mujeres decentes aguantan por sus hijos. Pero yo no podía permitir que Mariana siguiera sufriendo. «Prefiero una hija divorciada que una hija muerta en vida», le respondí.
Pasaron los meses y poco a poco Mariana volvió a sonreír. Empezó a salir con amigas del trabajo, se cortó el cabello y hasta se animó a estudiar una carrera técnica en el turno nocturno. Yo sentía que todo el sacrificio había valido la pena.
Pero entonces Julián regresó. Primero fueron llamadas furtivas, luego mensajes y finalmente visitas «por los niños». Yo lo recibía con cortesía, pero nunca olvidé sus mentiras ni sus promesas rotas. Una tarde lo escuché decirle a Mariana en voz baja: «Te extraño, flaca. Cambié, te lo juro».
Intenté advertirle: «Hija, no olvides lo que te hizo. No mereces volver a sufrir». Ella me miró con ojos cansados y me dijo: «Mamá, tú no entiendes… Los niños necesitan a su papá».
La distancia entre nosotras creció como una grieta invisible. Mariana empezó a llegar tarde, a esconderme cosas. Un día encontré en su bolso una foto de Julián abrazando a los niños en un parque. Sentí un frío en el pecho.
La confronté esa noche:
—¿Volviste con él?
Ella bajó la mirada.
—No es asunto tuyo, mamá.
—¿Cómo que no es asunto mío? ¡Soy tu madre! ¡Te vi destrozada por ese hombre!
—¡Ya basta! —gritó—. ¡No quiero hablar más contigo de esto!
Desde entonces todo cambió. Mariana se mudó con Julián y los niños sin despedirse siquiera. Mis llamadas quedaron sin respuesta; mis mensajes, en visto. Mi nieta Camila me escribió una vez por WhatsApp: «Abue, mamá dice que no podemos verte por un tiempo».
La familia se dividió. Mi hermana Lucía aprovechó para restregarme en la cara que tenía razón: «Por metiche perdiste a tu hija». Mis amigas del mercado me miraban con lástima y cuchicheaban cuando pasaba: «Pobre doña Teresa, la hija le salió igualita al papá».
Las noches se hicieron eternas. Me sentaba frente al televisor apagado y repasaba cada conversación, cada consejo que le di a Mariana. ¿En qué momento pasé de ser su refugio a convertirme en su enemiga?
Un domingo cualquiera, después de misa, la vi en la plaza del pueblo con Julián y los niños. Me acerqué despacio, con el corazón en la mano.
—Hola, hija —dije apenas en un susurro.
Mariana me miró como si fuera una extraña.
—Por favor, mamá… No hagas una escena —me dijo en voz baja—. Déjanos en paz.
Me quedé parada ahí, viendo cómo se alejaban tomados de la mano. Sentí que el mundo se desmoronaba bajo mis pies.
Hoy escribo esto desde mi cocina vacía, rodeada de fotos antiguas y recuerdos que ya no sé si son míos o de alguien más. Me pregunto si hice mal al protegerla tanto, si debí dejarla cometer sus propios errores sin intervenir.
¿Hasta dónde llega el amor de una madre? ¿Cuándo debemos soltar a nuestros hijos aunque duela? ¿Alguna vez podré recuperar a mi hija o ya soy solo un fantasma en su vida?
¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Es posible perdonar y reconstruir lo perdido?