La mujer del vestido rojo: una mañana en San Rafael
—¿Por qué no te vas de una vez? —escuché la voz quebrada de mi madre desde la cocina, mientras yo, temblando, cerraba la puerta de casa. El frío de la mañana en San Rafael me golpeó como un cachetazo. Caminé rápido hacia la estación, con el corazón apretado y la cabeza llena de preguntas. No era la primera vez que discutíamos, pero esa vez sentí que algo se había roto para siempre.
La estación «Norte» estaba casi vacía, salvo por una figura que destacaba entre el gris del andén y las hojas secas que el viento mendocino arrastraba sin piedad. Era una mujer joven, parada justo al borde del andén, con un vestido rojo intenso que parecía desafiar el invierno. Tenía el cabello oscuro recogido en un rodete desprolijo y unos auriculares blancos colgando, aunque juraría que no escuchaba música. Sus ojos miraban al horizonte, perdidos, como si esperara algo que nunca iba a llegar.
Me acerqué despacio, sin saber bien por qué. Tal vez porque necesitaba distraerme de mis propios problemas, o porque su soledad me resultó familiar. Cuando estuve a su lado, sentí el perfume dulce de su pelo mezclado con el olor a tierra mojada. No me animaba a hablarle, pero ella giró y me miró directo a los ojos.
—¿Vos también estás esperando algo que no llega? —preguntó con una voz suave pero firme.
Me quedé helado. ¿Cómo podía saberlo? Bajé la mirada y respondí:
—No sé si espero… o si huyo.
Ella sonrió apenas, con tristeza.
—A veces es lo mismo —dijo—. Yo vengo todos los días a esta estación desde hace un año. Espero el tren que nunca llega. O tal vez espero que alguien vuelva.
Sentí un nudo en la garganta. Pensé en mi papá, que se había ido cuando yo tenía diez años, dejando solo una carta y muchas preguntas sin responder. Pensé en mi mamá, en cómo se fue apagando desde entonces, y en cómo yo me fui volviendo invisible para ella.
—¿A quién esperás? —me animé a preguntar.
Ella dudó un instante.
—A mi hermana —susurró—. Desapareció hace un año. Nadie sabe nada. La policía dice que seguro se fue con algún tipo, pero yo sé que no es así. Yo sé que algo le pasó.
El silencio se hizo pesado entre nosotros. El viento soplaba más fuerte y las hojas giraban a nuestro alrededor como si bailaran una danza triste.
—¿Y vos? —me preguntó—. ¿Por qué estás acá tan temprano?
No sabía si contarle todo. Pero había algo en su mirada que me hizo confiar.
—Mi mamá… —empecé—. No me soporta más. Desde que mi viejo se fue, todo cambió. Yo trato de ayudarla, pero ella solo me grita o me ignora. Hoy discutimos fuerte y me fui sin saber si volver.
La mujer del vestido rojo asintió despacio.
—A veces los que más queremos son los que más nos lastiman —dijo—. Pero también son los únicos por los que vale la pena pelear.
El tren no venía. Pasaron minutos eternos en los que solo se escuchaba el silbido del viento y el crujir de las ramas secas. De repente, ella sacó una foto arrugada del bolsillo y me la mostró. Era una chica parecida a ella, pero con el pelo suelto y una sonrisa enorme.
—Se llama Lucía —me dijo—. Era mi mejor amiga además de mi hermana. Nadie entiende por qué sigo viniendo acá todos los días, pero yo siento que si dejo de buscarla, es como matarla otra vez.
Me quedé mirando la foto y sentí una mezcla de rabia e impotencia. ¿Cómo podía ser que tantas chicas desaparecieran y nadie hiciera nada? Recordé las noticias en la tele: «Otra joven desaparecida en Mendoza», «La policía investiga pero no hay pistas»… Siempre lo mismo.
—¿Nunca te dieron ninguna pista? —pregunté.
Ella negó con la cabeza.
—Solo rumores —dijo—. Que la vieron subir a un auto blanco cerca del río Atuel. Que estaba deprimida por problemas en casa. Que tenía un novio violento… Pero nada concreto. Mi mamá se enfermó del corazón después de eso y mi papá se fue a vivir con otra mujer en San Juan. Yo me quedé sola con la abuela y esta foto.
Sentí ganas de abrazarla, pero no me animé. En cambio, le ofrecí mi termo con mate caliente. Ella aceptó y tomó un sorbo largo.
—Gracias —susurró—. Hace mucho que nadie me ofrece algo sin esperar nada a cambio.
Nos quedamos ahí, compartiendo el mate y el silencio, hasta que el sol empezó a asomar tímidamente entre las nubes bajas de invierno.
De repente, escuchamos pasos apresurados detrás nuestro. Era un hombre mayor, con cara de cansancio y ojos rojos de tanto llorar.
—¡Sofía! —gritó—. ¡Tu abuela está mal! ¡Tenemos que irnos ya!
La mujer del vestido rojo se levantó de golpe y guardó la foto en el bolsillo.
—Gracias por escucharme —me dijo antes de irse corriendo tras el hombre.
Me quedé solo en el andén, mirando cómo desaparecían entre la niebla matinal. Sentí una tristeza profunda mezclada con una extraña esperanza. Tal vez no podía cambiar mi historia ni la de Sofía, pero sí podía elegir no rendirme tan fácil como lo había hecho mi papá.
Volví a casa despacio, pensando en todo lo que había escuchado esa mañana. Cuando abrí la puerta, mi mamá estaba sentada en la mesa con los ojos hinchados de llorar.
—Perdón —me dijo apenas me vio—. No sé cómo seguir sin tu papá… Pero tampoco quiero perderte a vos.
Me acerqué despacio y la abracé fuerte por primera vez en años. Lloramos juntos hasta que no quedaron lágrimas.
Esa noche soñé con Sofía y su hermana Lucía, esperando juntas en el andén un tren que finalmente llegaba para llevarlas a casa.
Ahora cada vez que paso por la estación «Norte» busco entre la gente un destello rojo, esperando volver a ver a Sofía y preguntarle si alguna vez encontró respuestas o al menos un poco de paz.
¿Hasta cuándo vamos a dejar que tantas Lucías desaparezcan sin que nadie haga nada? ¿Cuántas familias más tienen que romperse antes de que empecemos a cuidarnos entre nosotros?