El eco de la soledad en la Avenida Bolívar

—¿Otra vez, Camila? ¿Vas a quedarte ahí parada como una estatua?— La voz de mi madre, aunque ya no vive aquí, sigue retumbando en mi cabeza cada vez que dudo frente a la puerta. El frío de la madrugada se cuela por las rendijas del edificio en la Avenida Bolívar, y el silencio es tan denso que puedo escuchar el tic-tac del reloj del vecino, el mismo que se queja de los gatos callejeros y de los jóvenes que fuman en la entrada.

Me llamo Camila Torres. Tengo 29 años y vivo sola desde hace dos. Mi padre se fue a trabajar a Chile cuando la fábrica cerró y mi madre, cansada de esperar, se marchó con un hombre que conoció en la iglesia. Mi hermano menor, Diego, se perdió entre las pandillas del barrio y hace meses que no sé nada de él. Así que aquí estoy, en este apartamento pequeño y húmedo, rodeada de recuerdos y de un silencio que a veces me asfixia.

Hoy es uno de esos días en los que el mundo parece más ajeno que nunca. El sol apenas se asoma entre los edificios grises y la única señal de vida es el portero, don Ernesto, barriendo las hojas secas del pasillo. Me acerco a la ventana y veo a doña Rosa regando sus plantas, como si nada pudiera perturbar su rutina. Me pregunto si ella también siente este vacío.

El teléfono suena y salto del susto. Es mi tía Lucía, la única que todavía se preocupa por mí.

—Camila, ¿cómo amaneciste hoy?
—Bien, tía… lo de siempre.
—¿No has sabido nada de Diego?
—Nada. Ni una llamada, ni un mensaje.

El silencio al otro lado me pesa más que cualquier palabra. Sé que ella también está preocupada, pero no quiere cargarme con su tristeza. Cambia de tema y me pregunta si ya desayuné, si tengo trabajo esta semana, si he salido a caminar. Le miento en todo. No quiero preocuparla más.

Cuelgo y me siento en la mesa de la cocina. El olor a humedad es más fuerte aquí. Recuerdo cuando mi mamá preparaba café y pan dulce los domingos. Ahora solo hay café instantáneo y pan duro. Me pregunto cómo sería mi vida si las cosas hubieran sido diferentes. Si mi papá no hubiera tenido que irse, si mi hermano no hubiera caído en malos pasos, si yo hubiera tenido el valor de irme también.

De repente escucho un golpe fuerte en el pasillo. Me asomo por la mirilla y veo a don Ernesto discutiendo con un joven. Reconozco esa voz: es Luis, el hijo de doña Rosa. Hace meses que no lo veía; dicen que estuvo preso por robo.

—¡Te dije que no quiero problemas aquí!— grita don Ernesto.
—Solo vine a ver a mi mamá…

La puerta de doña Rosa se abre y ella abraza a su hijo como si fuera un milagro. Siento una punzada de envidia. A pesar de todo, ella todavía tiene a alguien por quien luchar.

Regreso al sofá y prendo la televisión solo para escuchar algo distinto al silencio. Las noticias hablan de violencia, desempleo y migración. Historias como la mía se repiten en cada esquina del país. Me pregunto cuántas Camilas hay sentadas ahora mismo frente a una pantalla, esperando una llamada o una señal de esperanza.

Por la tarde salgo al mercado a comprar algunas cosas. El aire huele a fritanga y sudor; los vendedores gritan sus ofertas mientras los niños corren entre los puestos. Veo a una señora mayor vendiendo arepas y me recuerda a mi abuela. Me acerco y le compro una, aunque no tengo mucha hambre.

—¿Estás sola, hija?— me pregunta con una sonrisa triste.
—Sí… pero ya me acostumbré.

Ella asiente como si entendiera todo lo que no digo. Me despido y sigo caminando entre la multitud, sintiéndome invisible.

Al regresar al edificio, encuentro una carta bajo mi puerta. Es de Diego. Mi corazón late tan fuerte que casi me desmayo antes de abrirla:

“Cami,
Perdón por desaparecer. Sé que te fallé, pero estoy tratando de cambiar. Estoy en otra ciudad buscando trabajo. No le digas a mamá ni a papá todavía; quiero tener algo seguro antes de darles noticias. Te extraño mucho. Cuídate.
Diego.”

Las lágrimas me caen sin control. Por primera vez en mucho tiempo siento algo distinto al vacío: esperanza mezclada con miedo. ¿Y si Diego realmente cambia? ¿Y si algún día podemos volver a ser familia?

Esa noche no puedo dormir. Doy vueltas en la cama pensando en todo lo que perdí y en lo poco que me queda. Pero también pienso en lo que podría recuperar si tuviera el valor de buscarlo, de perdonar, de empezar de nuevo.

Al amanecer salgo al balcón y respiro el aire fresco. El edificio sigue igual de silencioso, pero algo dentro de mí ha cambiado.

Me pregunto: ¿cuántos seguimos esperando una señal para romper el silencio? ¿Cuántos nos atrevemos a buscar esperanza donde solo hay soledad?

¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez ese vacío? ¿Qué harían para volver a sentirse parte de algo?