El rincón de los regresos: un secreto en el corazón de la ciudad

—¿Por qué insistes en buscarlo, Mariana?—me preguntó mi madre, con la voz quebrada, mientras la lluvia golpeaba los cristales de nuestro pequeño departamento en la colonia Guerrero. No respondí. ¿Cómo explicarle que cada noche escucho la risa de Emiliano en mis sueños, que su ausencia es un hueco que no deja de doler?

Esa tarde, después de discutir con ella, salí a caminar bajo la llovizna. El aire olía a tierra mojada y nostalgia. Mis pasos me llevaron al centro, entre calles empedradas y fachadas descascaradas. Fue entonces cuando lo vi: un letrero antiguo, casi invisible entre la niebla y el humo de los puestos de tacos. “RINCÓN DE LOS REGRESOS. Recibimos lo perdido. Condiciones – individuales”. Las letras parecían susurrar mi nombre.

Entré sin pensarlo. El local era estrecho, iluminado por una luz amarilla y tibia. Detrás del mostrador, una mujer mayor, de piel morena y ojos profundos como pozos, me observó en silencio.

—¿Qué has perdido tú?—preguntó, como si ya supiera la respuesta.

—A mi hermano—dije, sintiendo cómo se me quebraba la voz.

Ella asintió despacio y sacó una libreta gastada.

—Aquí nada es gratis. Lo que pides tiene un precio. ¿Estás dispuesta a pagarlo?

No supe qué responder. Pensé en mi madre, en los años de silencio y reproches desde que Emiliano desapareció una noche cualquiera, hace ya cinco años. Pensé en mi padre, que se fue poco después, incapaz de soportar el dolor. Pensé en mí misma, repitiendo una y otra vez el último día que vi a mi hermano: su mochila azul, su sonrisa traviesa, el portazo antes de perderse entre la multitud del metro Hidalgo.

—Sí—susurré.

La mujer me miró con compasión y me entregó una pequeña caja de madera.

—Debes traerme algo igual de valioso que lo que quieres recuperar. Solo así el rincón puede devolvértelo.

Salí del local con el corazón acelerado. ¿Qué podía ofrecer? ¿Mi juventud? ¿Mis recuerdos? Esa noche no dormí. Escuché a mi madre llorar en su cuarto y sentí una rabia sorda contra ella, contra mí misma, contra el mundo entero.

Al día siguiente volví al rincón. La mujer me esperaba.

—¿Ya sabes qué vas a entregar?

Saqué una foto vieja: Emiliano y yo en Chapultepec, riendo sobre el pasto. Era lo más valioso que tenía. Pero ella negó con la cabeza.

—Eso es solo un recuerdo. Debe ser algo vivo.

Me sentí perdida. Salí corriendo y caminé sin rumbo hasta llegar al Zócalo. Vi a niños jugando entre las palomas y sentí una punzada de celos: ellos aún tenían a sus hermanos.

Esa noche discutí con mi madre. Le grité que era su culpa, que nunca entendió a Emiliano, que por eso se fue. Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas y me dijo algo que nunca olvidaré:

—Tú también lo empujaste lejos con tus celos y tus silencios.

Me encerré en mi cuarto y lloré hasta quedarme dormida.

Al tercer día regresé al rincón. La mujer seguía allí, como si nunca se hubiera movido.

—¿Ya tienes tu ofrenda?

—Sí—dije, temblando—. Mi voz. Mi capacidad para hablar sobre Emiliano. Si él regresa, yo nunca volveré a mencionarlo ni a contar nuestra historia.

Ella asintió y tomó la caja de mis manos. La abrió y dentro apareció una pequeña figura de barro: dos hermanos abrazados.

—Ve a casa—me ordenó—y espera.

Esa noche, mientras cenábamos en silencio, alguien llamó a la puerta. Mi madre se levantó primero; yo la seguí con el corazón en la garganta.

Ahí estaba Emiliano: más alto, más flaco, con los ojos llenos de historias que nunca contaría. Nos abrazamos los tres entre lágrimas y risas nerviosas.

Pero desde entonces, cada vez que intento hablar de él o recordar nuestra infancia juntos, las palabras se me atoran en la garganta. Es como si una fuerza invisible me lo prohibiera. Mi madre tampoco pregunta; solo agradece cada día tenerlo de vuelta.

A veces me pregunto si valió la pena el precio pagado. ¿Qué estamos dispuestos a sacrificar por recuperar lo perdido? ¿Y si al final descubrimos que algunas cosas es mejor dejarlas ir?