El eco de la casa en la colina

—¿Ya terminaste de limpiar la mesa, Mariana? —La voz de doña Teresa retumbó en la cocina, cortando el aire como un cuchillo afilado.

Asentí en silencio, con las manos aún húmedas por el agua jabonosa. Era mi tercer mes viviendo en la casa de mi suegra, en lo alto de una colina en las afueras de Manizales. Desde que me casé con Andrés, su hijo menor, sentí que había cruzado una frontera invisible. La casa era grande, con paredes blancas y ventanales que dejaban entrar la neblina fría de las mañanas. Pero dentro, todo era rígido, ordenado hasta el extremo, como si cualquier error pudiera romper el delicado equilibrio que doña Teresa había construido durante años.

—No olvides barrer bien debajo de la mesa —añadió ella, sin mirarme—. No quiero encontrar ni una miga cuando venga el padre Camilo esta tarde.

Andrés me había advertido: “Mi mamá es estricta, pero en el fondo tiene buen corazón”. Yo quería creerle, pero cada día era una prueba. Doña Teresa me observaba como si esperara que fallara en cualquier momento. No importaba cuánto me esforzara, siempre encontraba algo que criticar: la sopa demasiado salada, las camisas mal planchadas, el café muy claro.

Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a doña Teresa hablando por teléfono en la sala. Su voz era baja pero firme:

—No sé qué vio Andrés en esa muchacha. No es de nuestra clase. Su familia ni siquiera tiene tierras…

Sentí un nudo en la garganta. Recordé a mi madre, allá en el pueblo, trabajando de sol a sol para que yo pudiera estudiar. No éramos ricos, pero nunca nos faltó amor. ¿Por qué eso no era suficiente para doña Teresa?

Esa noche, cuando Andrés llegó del trabajo, lo esperé en nuestro pequeño cuarto al final del pasillo.

—¿Por qué tu mamá me odia tanto? —le pregunté apenas cerró la puerta.

Él suspiró y se sentó a mi lado.

—No te odia… solo le cuesta aceptar cambios. Mi papá murió hace dos años y desde entonces ella se aferra a todo lo que conoce. Dame tiempo, Mariana. Todo va a mejorar.

Pero no mejoró. Las semanas pasaron y el ambiente se volvió más tenso. Doña Teresa empezó a dejarme notas pegadas en la nevera: “Recuerda limpiar los vidrios”, “No uses tanta azúcar”, “No recibas visitas sin avisar”. Sentía que cada rincón de la casa tenía ojos.

Un domingo, durante el almuerzo familiar, doña Teresa soltó una bomba:

—Andrés, ¿ya pensaron en buscar una casa propia? Aquí ya somos muchos y Mariana necesita aprender a manejar su propio hogar.

La vergüenza me quemó las mejillas. Andrés apretó mi mano bajo la mesa, pero no dijo nada. Su silencio dolió más que las palabras de su madre.

Esa noche lloré en silencio. Pensé en irme, regresar con mi madre al pueblo y dejarlo todo atrás. Pero algo dentro de mí se rebeló. ¿Por qué tenía que ser yo la que se rindiera?

Al día siguiente, decidí enfrentarla. La encontré en el jardín, regando sus orquídeas favoritas.

—Doña Teresa —dije con voz temblorosa—. Sé que no soy lo que usted esperaba para su hijo, pero lo amo y quiero hacer las cosas bien. Solo le pido una oportunidad.

Ella me miró por primera vez sin frialdad. Vi cansancio en sus ojos.

—Tú no entiendes lo que es perderlo todo —susurró—. Cuando mi esposo murió, esta casa fue lo único que me quedó. No quiero perder a Andrés también.

Por primera vez sentí compasión por ella. No era solo orgullo o clasismo; era miedo a quedarse sola.

Las cosas no cambiaron de un día para otro, pero ese momento abrió una grieta en el muro entre nosotras. Empezamos a hablar más, a compartir pequeñas historias del pasado. Descubrí que doña Teresa también había sido una forastera cuando llegó a esa casa hace cuarenta años.

Un día, mientras cocinábamos juntas para una fiesta patronal del barrio, me contó cómo su suegra la había hecho llorar más de una vez.

—Al final aprendí que uno no puede vivir esperando aprobación —me dijo—. Hay que encontrar su propio lugar.

Poco a poco, Andrés y yo ahorramos para alquilar un pequeño apartamento en el centro. El día que nos mudamos, doña Teresa me abrazó por primera vez.

—Cuida a mi hijo —me susurró al oído—. Y cuídate tú también.

Hoy miro atrás y entiendo que la familia no siempre es fácil. A veces duele más que cualquier herida física. Pero también puede sanar si uno se atreve a mirar más allá del resentimiento y buscar el origen del dolor.

¿Quién no ha sentido alguna vez que no encaja? ¿Cuántos secretos y miedos se esconden detrás de una mirada fría? Los leo… ¿alguna vez han tenido que luchar por su lugar en una familia?