El precio de ayudar: Cuando la familia duele más que la pobreza

—¿Por qué no me preguntaron antes de cambiar la sala? —mi voz tembló, pero intenté mantenerme firme. Sebastián ni siquiera levantó la vista del celular. Su esposa, Camila, se encogió de hombros y siguió ordenando los cojines nuevos, esos que yo jamás habría elegido.

—Mamá, es nuestra casa —dijo Sebastián, con ese tono cansado que solo usa conmigo—. Ya hablamos de esto.

Sentí un nudo en la garganta. ¿Nuestra casa? ¿No era yo quien había vendido el terreno de mi infancia en San Juan para ayudarles a pagar la hipoteca? ¿No fui yo quien, durante años, ahorró cada peso de su pensión para que Sebastián y Camila pudieran tener un techo digno en este barrio de Buenos Aires?

Recuerdo el día en que Sebastián llegó con los papeles del banco. Tenía los ojos llenos de miedo y esperanza.

—Mamá, no llego con el sueldo. El banco me va a quitar la casa si no pago este mes —me confesó, casi en susurros.

No lo dudé. Vendí el terreno que había heredado de mi padre, ese pedazo de tierra seca donde jugaba de niña y donde soñaba construir una casita para mi vejez. Todo por él. Porque siempre creí que la familia era lo más importante, que uno no se lleva nada a la tumba si no es el amor de los suyos.

Pero ahora, cada vez que entro a esta casa, siento que camino sobre puntillas. Camila me mira como si fuera una visita incómoda. Sebastián apenas me habla. Y cuando lo hace, es para recordarme que «es su casa».

La última vez que intenté opinar sobre algo —la elección del colegio para mi nieta Valentina— Camila me cortó en seco:

—Gracias, señora Rosa, pero preferimos decidirlo nosotros. Usted ya hizo bastante.

«Ya hizo bastante». Como si ayudar fuera un pecado. Como si mi sacrificio tuviera fecha de caducidad.

A veces me pregunto si cometí un error al darlo todo. Mi hermana Lucía siempre me decía:

—No seas tonta, Rosa. Los hijos se acostumbran rápido a recibir, pero se olvidan aún más rápido de agradecer.

Yo no quería creerle. Pensaba que Sebastián era diferente. Que él sí recordaría las noches en que cosía uniformes hasta la madrugada para pagarle la universidad. Que él sí valoraría cada peso que guardé en un frasco escondido en la alacena.

Pero la vida te enseña a golpes.

Una tarde, mientras preparaba empanadas para todos —porque aún insisten en que cocine cuando hay visitas— escuché a Camila hablando por teléfono en la cocina:

—Sí, mamá, ya sé que Rosa ayudó con el crédito, pero eso no le da derecho a meterse en todo. Esta es mi casa también.

Sentí una puñalada. Me encerré en el baño y lloré en silencio, como cuando era niña y mi madre me regañaba por romper los platos.

A veces pienso en irme. Buscar una piecita en algún barrio tranquilo y dejarles su casa, su vida, su mundo sin mí. Pero entonces Valentina corre a abrazarme y me dice:

—Abu, ¿me cuentas un cuento?

Y todo el dolor se disuelve por un rato.

Pero las cosas empeoran. Un día llego y encuentro mis cosas apiladas en cajas en el pasillo.

—Vamos a remodelar tu cuarto —dice Camila sin mirarme a los ojos—. Puedes dormir en el sofá unos días.

Sebastián ni siquiera está en casa para defenderme. Me siento invisible.

Esa noche no puedo dormir. Pienso en mi padre, en cómo luchó por ese terreno bajo el sol ardiente del Chaco. Pienso en mi madre, que siempre decía: «El dinero une o separa a las familias».

Al día siguiente, decido hablar con Sebastián. Lo espero sentada en la cocina, con una taza de mate frío entre las manos.

—Hijo, ¿te molesta que viva aquí? —le pregunto sin rodeos.

Él suspira y se pasa la mano por el pelo.

—Mamá… Camila y yo necesitamos nuestro espacio. Ya somos una familia.

—¿Y yo qué soy? —le digo, sintiendo cómo se me quiebra la voz—. ¿No soy tu familia?

Él baja la mirada y no responde.

Me levanto despacio y salgo al patio. El sol cae sobre las baldosas calientes y escucho a los vecinos reírse al otro lado del muro. Me siento más sola que nunca.

Esa noche hago mi maleta. Meto mis fotos viejas, mis cartas, el frasco vacío donde guardaba los ahorros. Dejo una nota sobre la mesa:

«Gracias por todo. No quiero ser una carga ni una intrusa. Los amo siempre».

Me voy sin hacer ruido. Camino por las calles vacías hasta la parada del colectivo. No sé adónde voy ni qué haré mañana.

Pero mientras miro las luces lejanas de la ciudad pienso: ¿Vale la pena darlo todo por los hijos? ¿En qué momento el amor se convierte en deuda?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Hasta dónde llegarían por su familia?