Cuando mi suegra se convirtió en mi peor pesadilla
—¿Por qué no dices nada, Andrés? ¿No ves lo que está pasando? —le grité, con la voz quebrada y el ramo fúnebre aún en mis manos. El listón negro llevaba mi nombre: Mariana. No había tarjeta, ni remitente. Solo ese silencio helado que se coló en nuestro departamento de la colonia Narvarte como una sombra.
Andrés se encogió de hombros, sin despegar la vista del celular. —Seguro es una broma pesada, Mariana. O una confusión. No te obsesiones.
Pero yo no podía dejarlo pasar. ¿Quién manda un ramo fúnebre con tu nombre? ¿Quién desea verte muerta? Esa noche no dormí. Escuchaba cada crujido, cada paso en el pasillo, convencida de que alguien acechaba detrás de la puerta.
Al día siguiente, mi suegra llegó temprano, como siempre. La señora Gloria era de esas mujeres que nunca sonríen del todo, que te miran como si supieran algo que tú ignoras. Traía pan dulce y su mirada inquisitiva.
—¿Qué te pasa, Mariana? Tienes cara de muerta —dijo, y se rió sola.
Sentí un escalofrío. ¿Era una coincidencia? ¿O sabía algo? Le conté lo del ramo, esperando algún gesto de sorpresa o preocupación. Pero solo levantó las cejas y murmuró:
—Ay, hija, en esta ciudad pasan cosas peores todos los días. No seas dramática.
Pero yo sentía que algo no estaba bien. Desde que me casé con Andrés, Gloria había encontrado mil formas de hacerme sentir incómoda en mi propia casa. Criticaba mi forma de cocinar, de limpiar, hasta cómo me vestía para ir al trabajo. «Las mujeres decentes no usan pantalones tan ajustados», decía mientras sorbía su café.
Esa semana, las cosas empeoraron. Alguien empezó a llamarme al celular a las tres de la mañana y colgaba sin decir nada. Encontré mis plantas arrancadas del balcón y una nota anónima en la puerta: «No perteneces aquí».
Andrés seguía sin creerme. —Estás exagerando. Seguro son los vecinos o algún chavo aburrido.
Pero yo ya no podía más. Empecé a sospechar de todos: del portero, de la vecina chismosa del 302, hasta del propio Andrés. Pero había algo en la mirada de Gloria que no me dejaba en paz.
Un domingo, mientras preparaba el desayuno, la escuché hablar por teléfono en voz baja:
—Sí, ya casi se va… No aguanta mucho más… —decía, mirando hacia la cocina.
Me temblaron las manos. ¿De quién hablaba? ¿De mí? Decidí enfrentarla.
—¿Con quién hablabas, Gloria?
Ella sonrió con esa sonrisa torcida suya.
—Con tu suegro. Está preocupado por ti. Dice que te ve muy nerviosa últimamente.
No le creí ni una palabra. Esa noche, busqué en su bolso mientras ella dormía en el sillón (porque ahora también se quedaba a dormir «para ayudarme»). Encontré una libreta con mi nombre escrito varias veces y recortes de periódicos sobre accidentes domésticos y envenenamientos.
El corazón me latía tan fuerte que pensé que iba a desmayarme. ¿Estaba loca o mi suegra realmente quería deshacerse de mí?
Intenté hablar con Andrés una vez más.
—¿Por qué tu mamá tiene recortes sobre muertes sospechosas? ¿Por qué escribe mi nombre una y otra vez?
Él se molestó.
—¡Ya basta, Mariana! Estás paranoica. Mi mamá solo quiere ayudarnos. Si sigues así, vas a volvernos locos a todos.
Me sentí sola, atrapada en una casa que ya no era mía. Empecé a buscar ayuda: hablé con mi hermana Lucía, pero ella vivía en Puebla y solo pudo ofrecerme palabras de consuelo por teléfono.
Una tarde, mientras lavaba los platos, sentí un mareo extraño. El agua me sabía amarga. Recordé los recortes sobre envenenamientos y corrí al baño a vomitar. Llamé a Lucía llorando.
—¡Me quiere matar! ¡Te juro que me quiere matar!
Lucía me rogó que fuera a su casa unos días, pero yo no quería dejar mi departamento ni a Andrés. Decidí instalar una cámara oculta en la cocina para grabar cualquier cosa sospechosa.
Lo que vi al día siguiente me heló la sangre: Gloria revolvía mi café con un polvo blanco antes de dármelo por la mañana.
Esa noche enfrenté a Andrés con el video.
—¡Mira esto! ¡Tu mamá me está envenenando!
Andrés palideció al ver las imágenes. Por primera vez lo vi dudar.
—No puede ser… debe ser azúcar… o medicina…
Pero ya no había excusas posibles. Llamamos a la policía y presenté la denuncia. Gloria fue detenida y confesó entre lágrimas que solo quería «proteger» a su hijo de una mujer «que no era digna de él».
Andrés y yo nos mudamos lejos de la ciudad, intentando reconstruir lo que quedaba de nuestro matrimonio. Pero el miedo nunca se fue del todo. A veces sueño con ramos fúnebres y llamadas en la madrugada.
Me pregunto si alguna vez podré confiar otra vez en alguien tan cercano… ¿Cuántas mujeres viven bajo amenaza dentro de su propia familia y nadie les cree? ¿Cuántas Marianas hay allá afuera esperando ser escuchadas?