Cuando el amor se va y regresa: la historia de Julia
—¿Así que te vas? —le pregunté a Ricardo, con la voz quebrada, mientras él metía su ropa en una maleta vieja que ni siquiera recordaba que teníamos.
No me miró. Ni siquiera se atrevió a levantar la cabeza. Yo, Julia, cincuenta años, madre de dos hijos adultos, esposa durante veintisiete años, sentía cómo el mundo se me caía encima. La casa olía a café frío y a promesas rotas. Afuera, el bullicio de la Ciudad de México seguía su curso, ajeno a mi tragedia.
—No es por ti, Julia… Es que necesito algo diferente —dijo Ricardo, casi susurrando, como si eso hiciera menos cruel su traición.
No lloré. No grité. No hice escenas. Nunca fui esa mujer. Siempre fui la esposa perfecta: comida caliente en la mesa, camisas planchadas, hijos bien criados, cuentas pagadas y los cumpleaños de mi suegra siempre recordados. Pero esa noche, cuando cerró la puerta tras de sí, sentí que todo lo que había construido se desmoronaba como una casa de cartas.
Durante semanas, caminé por la casa como un fantasma. Mis hijos, Mariana y Diego, ya vivían fuera. Mariana me llamaba todos los días:
—Mamá, ¿cómo estás? ¿Quieres que vaya?
—No, hija. Estoy bien —mentía.
Pero no estaba bien. Me dolía hasta respirar. Me preguntaba en qué momento dejé de ser mujer para convertirme solo en «la esposa de Ricardo». ¿En qué momento me olvidé de mí?
Las vecinas murmuraban en el mercado:
—¿Supiste lo de Julia? Ricardo se fue con una chamaquita…
Sentía sus miradas como cuchillos en la espalda. En las noches, abrazaba la almohada y recordaba los años en que Ricardo y yo éramos jóvenes y soñábamos con una vida juntos. ¿En qué momento se apagó la chispa?
Un día, Mariana llegó sin avisar. Me encontró sentada frente al televisor apagado.
—Mamá, tienes que salir de aquí. Vamos al parque.
Caminamos entre los árboles del Parque México. Vi a las parejas jóvenes besándose en las bancas y sentí una punzada de envidia y nostalgia.
—¿Por qué me dejó? —le pregunté a Mariana, con lágrimas en los ojos.
Ella me abrazó fuerte:
—Porque es un cobarde, mamá. Pero tú eres mucho más que su esposa.
Las semanas pasaron y aprendí a vivir sola. Empecé a ir a clases de pintura en la Casa de Cultura. Conocí a otras mujeres como yo: Lucía, que había enviudado; Carmen, divorciada; Teresa, que nunca se casó pero cuidó a sus padres toda la vida. Nos reíamos juntas, compartíamos historias y poco a poco empecé a sentirme viva otra vez.
Hasta que una tarde cualquiera, mientras preparaba un guisado para mí sola —por primera vez cocinando solo para mí— sonó el timbre. Abrí la puerta y ahí estaba Ricardo: más delgado, ojeroso, con la misma maleta vieja en la mano.
—Julia…
No supe si reír o llorar.
—¿Qué haces aquí?
—Necesito hablar contigo —dijo bajando la mirada—. Ella… ella no quiso cocinarme. Me dijo que no era mi sirvienta.
Sentí rabia. Una rabia profunda y antigua que nunca me permití sentir antes.
—¿Y por eso vuelves? ¿Porque nadie te cocina?
Ricardo se encogió de hombros como un niño regañado.
—Me equivoqué… Extraño mi casa… Te extraño a ti.
Me quedé en silencio largo rato. Recordé todas las noches en vela, los cumpleaños olvidados por él, las veces que me sentí invisible. Pensé en Lucía, Carmen y Teresa; en las risas compartidas; en mis cuadros llenos de color colgados en la sala; en la paz de mi soledad conquistada.
—Ricardo —le dije finalmente—, esta ya no es tu casa. Yo tampoco soy la misma mujer que dejaste.
Él intentó abrazarme pero me aparté.
—Julia… por favor…
—No soy tu sirvienta ni tu refugio cuando te va mal allá afuera. Si quieres quedarte será bajo mis condiciones: respeto, honestidad y porque quieres estar conmigo… no porque nadie más te cocine.
Ricardo asintió cabizbajo. Se quedó parado en el umbral mientras yo respiraba hondo y sentía algo nuevo: poder sobre mi propia vida.
Esa noche dormí tranquila por primera vez en meses. No sé qué pasará mañana. Tal vez Ricardo se quede o tal vez se vaya para siempre. Pero yo ya no tengo miedo.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo han vivido lo mismo? ¿Cuántas han olvidado sus propios sueños por cuidar los de otros? ¿Y cuántas se atreven a decir basta?
¿Y tú? ¿Qué harías si tuvieras que elegir entre tu dignidad y el amor de toda una vida?