Entre el orgullo y la distancia: el bautizo de mi nieta
—¿Un bautizo en el restaurante más caro de la ciudad, Lucía? ¿De verdad? —le pregunté a mi hija, con la voz temblorosa, mientras sostenía el teléfono con una mano y apretaba el delantal con la otra. Juan, mi esposo, me miraba desde la mesa, con los ojos llenos de preguntas que no me atrevía a responder.
—Mamá, es lo que se usa ahora. Todos mis amigos lo hacen así. Además, quiero que Camila tenga un recuerdo bonito de su primer gran día —me respondió Lucía, con ese tono que mezcla dulzura y firmeza, como cuando era niña y pedía permiso para ir a una fiesta.
Colgué el teléfono y me senté junto a Juan. Él suspiró profundo y dijo:
—¿Y ahora? ¿Vamos a tener que comprar un regalo caro también? ¿O solo basta con ir y sonreír como si nada?
Me quedé callada. No era solo el dinero —aunque claro, eso pesaba—, sino la sensación de que ya no entendíamos el mundo de nuestra hija. Nosotros habíamos bautizado a Lucía en la iglesia del barrio, con tamales y atole en casa, rodeados de vecinos y familia. Ahora todo era diferente.
Esa noche no dormí bien. Pensaba en Camila, mi nieta, tan chiquita y ya envuelta en esta maraña de apariencias. Pensaba en Lucía, tan lejos de nosotros aunque viviera a solo media hora en camión. Y pensaba en Juan, que siempre había sido orgulloso pero justo, y ahora parecía más perdido que nunca.
A la mañana siguiente, mientras preparaba café, Juan me dijo:
—¿Y si mejor vamos al día siguiente? Así evitamos el show y le llevamos un regalito sencillo a Camila en casa. Seguro Lucía lo entiende.
Pero yo sabía que no era tan fácil. Lucía esperaba que fuéramos. Quería presumirnos ante sus amigos, mostrar que tenía padres presentes y orgullosos. Pero también sabía que si íbamos, nos sentiríamos fuera de lugar entre tanta gente elegante, entre regalos envueltos en papel dorado y palabras que no entendíamos.
Esa tarde llamé a mi hermana Rosa para pedirle consejo.
—Ay, Mari, no te compliques —me dijo—. Los hijos cambian, las costumbres cambian. Pero uno siempre es madre. Ve, aunque sea por Camila. No dejes que el orgullo te gane.
Pero el orgullo es terco. Y el miedo también. Miedo a ser juzgada por no llevar un regalo caro, miedo a que Lucía se avergonzara de nosotros. Miedo a perderla un poco más.
Los días pasaron rápido. El grupo de WhatsApp familiar no paraba de sonar: fotos del vestido blanco de Camila, del menú del restaurante, de los centros de mesa. Yo solo veía números: cuánto costaría el regalo, el taxi hasta allá, la ropa nueva para no desentonar.
La noche antes del bautizo, Juan me abrazó fuerte y me susurró:
—No quiero que Lucía piense que no la queremos. Pero tampoco quiero sentirme menos entre tanta gente rica.
Lloré en silencio. Porque lo entendía. Porque yo sentía lo mismo.
Al final, decidimos ir. Compramos un vestidito sencillo para Camila y una medallita de la Virgen de Guadalupe. Me puse mi vestido azul marino —el mismo que usé para la boda de Lucía— y Juan se puso su mejor camisa.
Llegamos al restaurante y todo era brillo: luces doradas, música suave, camareros con guantes blancos. Lucía nos recibió con una sonrisa nerviosa.
—¡Mamá! ¡Papá! Qué bueno que vinieron —nos abrazó fuerte, pero sentí su cuerpo tenso.
Nos sentamos en una mesa al fondo. Los amigos de Lucía hablaban de viajes a Cancún, de coches nuevos, de escuelas privadas para sus hijos. Juan apenas probó la comida; yo jugueteaba con la servilleta.
Cuando llegó el momento de los regalos, vi cómo los demás entregaban cajas enormes: juguetes electrónicos, ropa de marca, hasta una cadenita de oro con diamantes. Yo sentí vergüenza al sacar nuestro paquetito sencillo.
Lucía lo abrió delante de todos. Por un momento vi en sus ojos algo parecido a la decepción. Pero luego sonrió y dijo:
—Gracias, mamá. Es hermoso.
Pero yo sabía que no era suficiente.
Después del brindis, Juan me tomó la mano bajo la mesa.
—¿Nos vamos? —me preguntó en voz baja.
Asentí. Nos despedimos rápido; Lucía apenas notó nuestra salida entre tanto bullicio.
En el taxi de regreso a casa, Juan rompió el silencio:
—¿En qué momento dejamos de ser parte de su vida?
No supe qué responderle. Solo miré por la ventana las luces de la ciudad y sentí un vacío enorme en el pecho.
Esa noche Lucía no llamó para agradecer ni para preguntar si habíamos llegado bien. Al día siguiente tampoco. Pasaron tres días antes de que sonara el teléfono.
—Mamá… ¿estás ocupada? —era Lucía, con voz bajita.
—No, hija. Dime.
—Perdón si ayer fue todo muy… mucho. Solo quería que Camila tuviera un día especial. Pero creo que me olvidé de ustedes…
Sentí las lágrimas correr por mis mejillas.
—No te preocupes, hija. Lo importante es que Camila esté bien… y que tú seas feliz.
Lucía lloró también al otro lado del teléfono.
—Los extraño mucho —dijo—. ¿Puedo ir mañana a comer?
Cuando colgué sentí alivio y tristeza al mismo tiempo. Porque entendí que los hijos crecen y se alejan, pero también regresan cuando más los necesitan.
Esa tarde preparé mole como le gusta a Lucía y puse flores frescas en la mesa. Juan sonrió por primera vez en días.
Cuando Lucía llegó con Camila en brazos, nos abrazó fuerte a los dos.
—Gracias por estar siempre —susurró—. Perdón si a veces olvido lo importante.
Miré a mi nieta dormir tranquila en mis brazos y pensé en todas las cosas que cambian… y las que nunca cambian: el amor de familia, los pequeños detalles, las palabras sinceras.
A veces me pregunto: ¿vale la pena dejarse llevar por las apariencias? ¿O lo más valioso sigue siendo lo sencillo y verdadero? ¿Ustedes qué piensan?