¿Realmente un bautizo en restaurante exige un regalo?
—¿De verdad, Mariana? ¿Un bautizo en el restaurante más caro del centro? —le pregunté a mi hija, tratando de ocultar el temblor en mi voz. Ella, con su vestido azul cielo y el cabello recogido, apenas levantó la mirada del celular.
—Mamá, es lo que se hace ahora. Todos mis amigos celebran así. Además, quiero que la pequeña Sofía tenga un recuerdo bonito de su primer gran día —respondió, como si la decisión fuera tan simple como elegir el menú del almuerzo.
Mi esposo, Enrique, estaba sentado a mi lado, con los brazos cruzados y la ceja fruncida. No dijo nada, pero su silencio pesaba más que cualquier palabra. Yo sentía que algo se rompía entre nosotros y nuestra hija, como si de pronto habláramos idiomas diferentes.
En casa, la noticia cayó como una bomba. Enrique no tardó en explotar:
—¿Chrzciny en restaurante? ¿Y ahora también tenemos que comprar un regalo caro? ¡Esto es una locura! Cuando nosotros bautizamos a Mariana, fue en la iglesia del barrio y después café con pan dulce en casa. Nada de lujos ni regalos costosos.
Yo intenté calmarlo, aunque por dentro compartía su desconcierto. Nuestra vida nunca fue fácil. Enrique trabajó treinta años en la fábrica de textiles y yo vendía empanadas para ayudar con los gastos. Todo lo que teníamos lo conseguimos con esfuerzo y ahorros contados. Ahora, ver a nuestra hija organizar una fiesta digna de revista nos hacía sentir fuera de lugar.
La noche antes del bautizo, discutimos hasta tarde. Enrique insistía:
—No vamos a ir. Mejor la felicitamos al día siguiente en casa, como se hacía antes. Sin esos inventos modernos.
Pero yo no podía dejar de pensar en Sofía, nuestra nieta. ¿Qué culpa tenía ella de las diferencias entre generaciones? ¿No merecía nuestro cariño ese día especial?
Al día siguiente, me levanté temprano y preparé café. Miré la foto de Mariana cuando era bebé, con su vestido blanco de bautizo, rodeada de primos y vecinos en nuestra sala pequeña pero llena de risas. Sentí un nudo en el estómago.
—Enrique —le dije—, no quiero que Sofía crezca pensando que sus abuelos no estuvieron con ella en su bautizo. No importa dónde sea ni cómo lo celebren. Es nuestra familia.
Él me miró largo rato, con los ojos húmedos.
—Tienes razón —susurró—. Pero no pienso gastar lo que no tenemos en un regalo para aparentar.
Decidimos ir al restaurante, pero sin regalo costoso. Llevamos una medallita de la Virgen que había sido mía desde niña, envuelta en una cajita sencilla. Caminamos hasta el centro bajo el sol ardiente, sintiéndonos pequeños entre los autos lujosos y los trajes elegantes que llenaban el salón.
Mariana nos recibió con una sonrisa tensa.
—Pensé que no vendrían —dijo bajito.
—Somos familia —respondí—. Eso es lo único que importa.
Durante la comida, sentí las miradas curiosas de los invitados: amigos empresarios de mi yerno, tías lejanas con vestidos caros y niños corriendo entre las mesas. Me sentí fuera de lugar, pero cuando vi a Sofía dormida en su cochecito, todo lo demás desapareció.
Al final del almuerzo, Mariana abrió los regalos: cajas enormes con juguetes importados, ropa de marca y sobres con dinero. Cuando le entregué nuestra cajita, vi cómo sus manos temblaban un poco.
Abrió la tapa y se quedó callada unos segundos. Luego me abrazó fuerte.
—Gracias, mamá —susurró—. Esto sí es un verdadero regalo.
Esa noche, ya en casa, Enrique me tomó la mano.
—Quizás estamos viejos para entender estas cosas —dijo—. Pero al menos hoy aprendí que el amor no se mide por el precio del regalo ni por el lugar donde se celebra.
Me quedé pensando largo rato. ¿Cuándo dejamos que las apariencias pesaran más que los sentimientos? ¿Cuántas familias se distancian por no saber escuchar o ceder un poco?
Ahora les pregunto a ustedes: ¿qué harían si sus hijos cambian las tradiciones familiares? ¿Vale la pena pelear por costumbres o debemos aprender a celebrar juntos, aunque sea diferente a como soñamos?