No soy niñera, soy abuela: la historia de Marta

—Mamá, ¿puedes venir mañana a las siete?— La voz de mi hija, Camila, sonaba apurada al otro lado del teléfono. Ni siquiera era una pregunta. Era una orden disfrazada de cariño. Miré el reloj: eran las nueve de la noche y yo apenas había terminado de lavar los platos. Mi esposo, Ernesto, leía el periódico en la sala, ajeno a la conversación y a mi cansancio.

No sé en qué momento pasé de ser Marta, la mujer que trabajó treinta años en la escuela del barrio, a convertirme en la abuela disponible las veinticuatro horas. Cuando Camila me anunció que sería madre, lloré de alegría. Me imaginé tejiendo chambritas, contando cuentos, yendo al parque con mi nieto. Pero nunca pensé que mi vida se transformaría en una agenda ajena, donde mis días y horas ya no me pertenecen.

—Claro, hija —respondí, tragando saliva—. ¿A qué hora necesitas que llegue?

—A las seis y media, mejor. Julián tiene fiebre y no quiero dejarlo solo ni un minuto. Además, tengo una reunión importante en el trabajo.

Colgué el teléfono y sentí un nudo en el estómago. Ernesto me miró por encima de sus lentes.

—¿Otra vez te toca cuidar al niño? —preguntó con ese tono entre resignado y molesto.

—Sí —dije bajito—. Camila dice que Julián está enfermo.

Ernesto suspiró y volvió a su periódico. Yo me fui a la cocina y me quedé mirando por la ventana. Afuera, la ciudad seguía su ritmo: los autos, los vendedores ambulantes, los niños jugando en la calle. Yo sentía que mi vida se había detenido en un punto donde solo existía para servir.

Cuando llegué a casa de Camila al día siguiente, Julián dormía con la carita roja y sudorosa. Camila me recibió con un beso rápido y una lista interminable de instrucciones: «Dale el jarabe a las nueve, no lo dejes ver televisión, si llora mucho llámame». Ni un «¿cómo estás, mamá?», ni un «¿te sientes bien?». Solo tareas y más tareas.

Mientras cuidaba a Julián, recordé mi propia infancia en el barrio de San Miguel. Mi abuela Rosa era diferente: ella nos cuidaba cuando podía, pero también tenía su vida. Iba al club de costura, salía a bailar danzón los domingos en la plaza. Nadie le exigía nada; todos respetaban sus tiempos.

Pero ahora todo es distinto. Mis amigas del grupo de oración lo comentan siempre:

—A mí también me usan de niñera gratis —dice Lucía—. Mi nuera cree que no tengo nada que hacer.

—Y si te niegas, te hacen sentir culpable —agrega Teresa—. Como si no quisieras a tus nietos.

Ese sentimiento me carcome por dentro. Amo a Julián con todo mi corazón, pero extraño tener tiempo para mí. Extraño leer novelas en la hamaca del patio, salir al mercado sin prisa, tomar café con mis amigas sin mirar el reloj.

Una tarde, después de una semana agotadora cuidando a Julián porque Camila y su esposo viajaron por trabajo, me atreví a hablar con Ernesto.

—No puedo más —le dije—. Siento que ya no tengo vida propia.

Ernesto me miró con ternura y me tomó la mano.

—Tienes que hablar con Camila. No eres su empleada.

Esa noche no dormí pensando en cómo decirle a mi hija lo que sentía sin herirla. Al día siguiente, mientras le preparaba una sopa a Julián, Camila llegó temprano del trabajo. Me encontró sentada en la mesa, con los ojos hinchados de cansancio.

—Mamá, ¿estás bien? —preguntó por fin.

Sentí que era el momento.

—Camila —dije con voz temblorosa—, necesito hablar contigo. Amo a Julián y me encanta pasar tiempo con él, pero últimamente siento que solo existo para cuidar de él. No tengo tiempo para mí ni para tu papá. Me siento invisible.

Camila se quedó callada unos segundos. Bajó la mirada y suspiró.

—Perdón, mamá… No me di cuenta de cómo te sentías. Es que todo es tan difícil… El trabajo, la casa… Pensé que para ti era fácil porque siempre estás disponible.

—No siempre estoy disponible —le respondí suavemente—. A veces también necesito descansar o hacer mis cosas. Quiero ser tu apoyo, pero no quiero ser tu niñera de planta.

Camila se acercó y me abrazó fuerte. Lloramos juntas un rato largo. Fue como si por fin alguien escuchara mi voz después de tanto tiempo.

Desde ese día las cosas cambiaron poco a poco. Camila empezó a buscar otras opciones: una vecina joven que podía ayudar algunos días, una guardería cercana para emergencias. Yo seguí cuidando a Julián, pero ya no era una obligación diaria; era un placer compartido cuando realmente podía y quería hacerlo.

Recuperé mis tardes libres para leer y salir con mis amigas. Incluso Ernesto y yo retomamos nuestras caminatas por el parque los domingos. Sentí que volvía a ser Marta: abuela amorosa, sí, pero también mujer con sueños y necesidades propias.

A veces me pregunto cuántas mujeres como yo hay en este país: abuelas invisibles que aman sin medida pero también merecen respeto y libertad. ¿Hasta cuándo vamos a callar lo que sentimos? ¿No merecemos también vivir nuestra propia vida?