Domingos de Silencio: Un Desayuno Familiar en Llamas
—¿Por qué tienes que hacer tanto ruido con los platos, Mariana? —escucho la voz áspera de mi suegra, Doña Carmen, desde la cocina. Son las 7:00 AM y el aroma del café apenas logra suavizar el filo de sus palabras. Me detengo un segundo, respiro hondo y sigo acomodando las tazas. Nicolás sigue en la cama, roncando como si el mundo no existiera. Yo, en cambio, llevo despierta desde las seis, repasando mentalmente cada paso para que nada salga mal.
Me llamo Mariana López y vivo en una casa pequeña en la periferia de Guadalajara. Desde que me casé con Nicolás, hace tres años, los domingos dejaron de ser míos. Ahora son de la familia, o mejor dicho, de Doña Carmen. Ella se mudó con nosotros después de que Don Ernesto falleciera y desde entonces, la casa se siente más fría, aunque el sol entre a raudales por la ventana.
—¿Ya pusiste las tortillas en el comal? —insiste ella, sin mirarme.
—Sí, señora Carmen —respondo, tragando saliva.
El reloj marca las 7:15 cuando Nicolás aparece en la cocina, despeinado y con los ojos entrecerrados.
—¿Ya está el desayuno? —pregunta sin saludar.
—Buenos días, hijo —dice Doña Carmen, con una dulzura que nunca me dirige a mí.
Me esfuerzo por no dejar caer la charola de pan dulce. Coloco todo en la mesa: huevos al gusto, frijoles refritos, jugo de naranja recién exprimido. Me siento al borde de la silla, esperando que alguien note el esfuerzo. Nadie lo hace.
—¿Y para cuándo los nietos? —dispara Doña Carmen mientras unta mantequilla en su bolillo.
Siento que el aire se espesa. Nicolás se encoge de hombros y sigue mirando su celular. Yo bajo la mirada al plato.
—Todavía no es el momento —respondo, intentando sonar firme.
—Nunca es el momento para ti —replica ella—. Cuando yo tenía tu edad ya tenía tres hijos.
El silencio cae como una losa. El único sonido es el tic-tac del reloj y el crujir del pan. Me arde la garganta pero no digo nada. Nicolás ni siquiera levanta la vista. Pienso en todas las veces que he intentado hablar con él sobre nuestra situación: el trabajo que no alcanza, los sueños postergados, el miedo a traer un hijo a esta casa llena de reproches.
—Mariana trabaja mucho —dice Nicolás al fin, pero su voz suena más a excusa que a defensa.
—¿Y eso qué? —Doña Carmen lo mira con desdén—. Las mujeres de antes sí sabíamos cómo sacar adelante a la familia.
Me levanto para traer más café. En la cocina, me detengo frente al fregadero y dejo que unas lágrimas caigan silenciosas. No puedo más. ¿Por qué tengo que ser yo siempre la mediadora? ¿Por qué nadie ve lo cansada que estoy?
Regreso a la mesa fingiendo una sonrisa. El desayuno continúa entre comentarios pasivo-agresivos y silencios incómodos. Cuando por fin terminamos, recojo los platos y escucho a Doña Carmen murmurar:
—Si no fuera por mí, esta casa estaría hecha un desastre.
Apreté los dientes. Quiero gritarle que yo también tengo madre, que extraño los desayunos en casa de mis padres en Tepic, donde todos reíamos y nadie juzgaba mis decisiones. Pero me callo. Siempre me callo.
Nicolás se encierra en el baño con su celular y Doña Carmen se sienta frente al televisor a ver su telenovela matutina. Yo lavo los trastes con las manos temblorosas. De repente siento una presión en el pecho; me falta el aire. Apoyo las manos en el fregadero y respiro hondo.
En ese momento suena mi celular. Es mi hermana Ana:
—¿Cómo vas, Mari? ¿Todo bien?
No sé qué responderle. Quiero decirle que no puedo más, que extraño mi libertad, que siento que me estoy perdiendo a mí misma entre las exigencias de una familia que nunca será mía del todo.
—Todo bien —miento—. Aquí, desayunando en familia.
Ana guarda silencio unos segundos antes de decir:
—Mamá te manda saludos… dice que te extraña mucho.
Cuelgo rápido antes de romperme por completo. Me apoyo contra la pared y dejo que las lágrimas fluyan esta vez sin resistencia. ¿Por qué tengo que elegir entre mi felicidad y la paz de esta casa?
La tarde avanza y Nicolás sale finalmente del baño. Se acerca a mí mientras doblo ropa en la recámara.
—¿Por qué estás tan seria? —pregunta sin mirarme a los ojos.
—¿De verdad no lo notas? —le respondo con voz baja—. Tu mamá me hace sentir como una extraña en mi propia casa.
Nicolás suspira y se sienta en la cama.
—Es cuestión de tiempo… cuando tengamos hijos todo cambiará.
Siento una rabia sorda crecer dentro de mí.
—No quiero traer un hijo a este ambiente —le digo al fin—. No así.
Él me mira como si hablara en otro idioma.
—Estás exagerando, Mariana… todas las familias son así.
No puedo evitar reírme amargamente.
—No, Nicolás… no todas son así. Y yo ya no quiero seguir fingiendo que esto está bien.
Salgo al patio y me siento junto a las macetas secas que alguna vez quise llenar de flores. Miro el cielo azul y pienso en mi madre, en sus consejos: «Nunca pierdas tu voz, Mari». Pero aquí siento que ya ni siquiera tengo voz propia.
La noche cae y preparo la cena en silencio. Doña Carmen entra a la cocina y me observa unos segundos antes de decir:
—No creas que no veo cómo miras a Nicolás… él necesita una mujer fuerte a su lado.
La miro fijamente por primera vez en mucho tiempo.
—Yo también necesito fuerza… pero no para aguantar todo esto sola —le respondo con voz temblorosa pero firme.
Ella se queda callada unos segundos y luego sale sin decir nada más. Siento un pequeño alivio; tal vez por fin escuchó algo de lo que llevo años callando.
Esa noche me acuesto junto a Nicolás pero no logro dormir. Pienso en mi hermana Ana, en mi madre allá en Tepic, en lo diferente que sería mi vida si tuviera el valor de ponerme primero por una vez.
¿Hasta cuándo vamos a normalizar el sacrificio silencioso de tantas mujeres mexicanas? ¿Cuándo llegará el día en que podamos elegir nuestra felicidad sin sentir culpa?
¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez que tu voz se pierde entre las paredes de tu propia casa?