La traición bajo el mismo techo: El precio de mi sueño

—¿Por qué no me contestas, Mariana? —La voz de mi hermana, Laura, retumbaba en el pasillo mientras yo sostenía el contrato de la casa entre mis manos temblorosas.

No podía mirarla a los ojos. Sentía que si lo hacía, todo lo que había construido se desmoronaría. Afuera, el bullicio de los buses y vendedores ambulantes de nuestro barrio en las afueras de Medellín contrastaba con el silencio sepulcral que reinaba en mi sala. Era un silencio cargado de resentimiento, de palabras no dichas y sueños rotos.

Mi esposo, Andrés, me miró desde la cocina, su rostro pálido y los labios apretados. Habíamos trabajado juntos durante siete años, ahorrando cada peso que podíamos. Yo daba clases en una escuela pública y él manejaba un taxi. No teníamos lujos, pero sí una esperanza: esta casa de tres habitaciones, con su pequeño jardín donde imaginábamos a nuestros hijos jugando algún día.

Pero todo cambió cuando Laura y su esposo, Julián, vinieron a «visitar». Al principio, fue solo por unos días. Laura decía que necesitaban tiempo para encontrar un apartamento después de que Julián perdiera su empleo en una empresa de textiles. Yo no dudé en abrirles la puerta; después de todo, éramos familia y crecimos compartiéndolo todo, incluso los zapatos cuando éramos niñas.

—Solo será por un par de semanas —me prometió Laura mientras abrazaba a su hija pequeña.

Pero las semanas se convirtieron en meses. Julián empezó a recibir correspondencia en mi dirección. Laura reorganizó la cocina a su gusto y hasta cambió la cerradura del portón principal sin consultarme. Andrés y yo discutíamos cada noche en voz baja para no despertar a nadie.

—No podemos seguir así —me decía él—. Esta casa es nuestra, Mariana. No podemos dejar que nos la quiten.

Pero yo me negaba a creer que mi propia hermana pudiera tener malas intenciones. Hasta que una tarde, al regresar del colegio, encontré a Laura hablando con un abogado en la sala. No me vieron llegar y escuché claramente:

—Si logramos demostrar que hemos vivido aquí más de seis meses y que contribuimos con los gastos, podríamos reclamar derechos sobre la propiedad —decía el abogado.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Cómo podía ser posible? ¿Mi hermana planeando arrebatarme lo único que había logrado con tanto esfuerzo?

Esa noche enfrenté a Laura. La confrontación fue brutal.

—¿Por qué haces esto? ¡Es mi casa! —le grité entre lágrimas.

—¿Y qué? ¿Acaso no somos familia? Tú siempre tuviste más suerte que yo —me respondió con una frialdad que nunca le había conocido—. Julián está sin trabajo y tú tienes espacio de sobra. ¿Por qué no compartir?

—¡Compartir no es lo mismo que robar! —Andrés intervino furioso.

La tensión creció hasta que los gritos despertaron a los niños. Mi sobrina lloraba abrazada a su osito de peluche mientras Laura me miraba con odio.

Las semanas siguientes fueron un infierno. Laura dejó de hablarme y Julián empezó a traer amigos extraños a la casa. Una noche faltó dinero de mi cartera; otra vez desaparecieron unos aretes de oro que me regaló mi madre antes de morir.

Intenté dialogar con mi papá, pero él solo suspiró:

—Son cosas de hermanas, mija. No se peleen por plata.

Pero esto era mucho más que dinero. Era mi dignidad, mi futuro, mi hogar.

Finalmente, Andrés y yo tomamos una decisión dolorosa: iniciar un proceso legal para desalojarlos. Fue humillante ver a mi propia hermana sentada frente a mí en una audiencia, negando todo y acusándome de egoísta ante el juez.

El día que se fueron, Laura me lanzó una última mirada llena de rencor:

—Ojalá algún día te falte lo que ahora tienes y nadie te ayude.

Me quedé sola en la sala vacía, rodeada del eco de sus palabras y el olor amargo del café frío sobre la mesa.

Hoy, meses después, sigo viviendo aquí con Andrés. La casa ya no se siente igual; hay heridas invisibles en cada rincón. A veces me pregunto si valió la pena defender este lugar a costa de perder a mi hermana para siempre.

¿Hasta dónde puede llegar la familia por envidia o necesidad? ¿Qué harían ustedes si tuvieran que elegir entre su hogar y su sangre?