No quiero que mi nuera gane más: la historia de una abuela dividida

—Mamá, ¿puedes venir a Guadalajara unas semanas?— La voz de Daniel, mi hijo mayor, sonaba cansada, casi derrotada. Era la primera vez que me pedía algo así desde que se fue del rancho hace seis años.

Sentí un nudo en el estómago. Miré por la ventana de mi cocina, viendo cómo el sol caía sobre los nopales y el polvo del camino. Sabía lo que venía: problemas. Siempre que Daniel llamaba a estas horas, era porque algo andaba mal.

—¿Qué pasa, mijo?— pregunté, tratando de sonar tranquila.

—Es que… Laura consiguió un trabajo nuevo. Le pagan bien, pero necesita que alguien cuide a Sofi. Yo… todavía no encuentro nada. Las cosas están difíciles aquí, mamá. ¿Podrías venir?

Me quedé callada. Sentí una punzada de orgullo herido por mi hijo. ¿Cómo era posible que Laura, mi nuera, estuviera a punto de ganar más que él? ¿Y él, el hombre de la casa, sin trabajo?

—¿Y no pueden buscar una guardería?— pregunté, sabiendo que la respuesta sería negativa.

—No alcanza, mamá. Todo está carísimo. Además, Sofi está chiquita y Laura no confía en nadie más.

Colgué después de prometerle que lo pensaría. Me senté en la mesa y me quedé mirando la foto de mi difunto esposo, Don Ernesto. Siempre decía que los hombres debían ser el sostén de la familia. ¿Qué diría él ahora, viendo a su nieta criada por una madre trabajadora y un padre desempleado?

Esa noche no dormí. Recordé cuando Daniel era niño y yo tenía que dejarlo con mi suegra para ir a vender tamales al mercado. Lo hacía por necesidad, pero siempre sentí culpa. Ahora la historia se repetía, pero al revés.

Al día siguiente, mi hermana Lupita vino a visitarme.

—¿Y qué vas a hacer?— preguntó mientras tomábamos café.

—No sé, Lupita. Siento que si voy, le estoy quitando a Daniel su lugar de hombre. Pero si no voy, ¿qué va a pasar con Sofi?

Lupita me miró con esos ojos sabios de mujer que ha visto mucho.

—Ay, hermana. Los tiempos cambian. Ahora las mujeres también sacan adelante a la familia. ¿No te acuerdas de cómo sufriste tú cuando Ernesto se enfermó y tuviste que hacerte cargo?

Me dolió admitirlo, pero tenía razón. Sin embargo, algo dentro de mí se resistía.

Esa tarde llamé a Daniel.

—Mamá… ¿vas a venir?— Su voz temblaba.

—Daniel, hijo… ¿no te da pena que Laura gane más que tú?— pregunté sin rodeos.

Hubo un silencio largo.

—Sí, mamá. Me da mucha pena. Pero ya no sé qué más hacer. He buscado trabajo en todos lados y nada sale. Laura es buena en lo suyo… y yo… sólo quiero que Sofi esté bien.

Sentí cómo se me quebraba el corazón. Mi hijo estaba derrotado y yo no podía hacer nada desde aquí.

Esa noche soñé con Sofi llorando en una casa desconocida, rodeada de extraños. Me desperté sudando frío.

Pasaron los días y la presión crecía. Laura me mandó un mensaje:

«Doña Marta, sé que es difícil para usted, pero le juro que cuidaré mucho a Daniel y a Sofi si usted nos ayuda. No quiero que piense mal de mí por trabajar tanto.»

Le respondí con un simple «Lo estoy pensando».

En el pueblo empezaron los rumores. Que si mi nuera era una mandona, que si Daniel era un mantenido. Hasta la señora Chayo del mercado me lo dijo en la cara:

—¿A poco vas a dejar que tu nuera mande en la casa? ¡Eso nunca lo permitiría yo!

Me sentí juzgada y sola.

Un domingo fui a misa y el padre habló sobre el sacrificio y el amor familiar. Dijo algo que me quedó grabado: «A veces ayudar duele porque nos obliga a cambiar lo que creemos correcto».

Esa tarde llamé a Laura.

—Laura, dime la verdad… ¿te molesta ganar más que Daniel?

Se quedó callada un momento.

—Doña Marta… claro que no quiero verlo triste. Pero también quiero darle lo mejor a Sofi. Si pudiera elegir, preferiría estar en casa con ella… pero no podemos darnos ese lujo ahora.

Sentí una mezcla de rabia e impotencia. ¿Por qué la vida era tan injusta con los jóvenes ahora? ¿Por qué Daniel no podía encontrar trabajo? ¿Por qué yo tenía que elegir entre mis ideas y el bienestar de mi nieta?

Al final tomé una decisión: haría lo posible por ir a Guadalajara unas semanas para cuidar a Sofi mientras Laura trabajaba y Daniel seguía buscando empleo.

Antes de irme, me senté frente a la tumba de Ernesto y le hablé en voz baja:

—Perdóname si te fallo como esposa tradicional… pero no puedo fallar como madre ni como abuela.

Llegué a Guadalajara con miedo y esperanza. Sofi me recibió con un abrazo pegajoso y una sonrisa desdentada. Laura me agradeció con lágrimas en los ojos; Daniel apenas pudo mirarme sin llorar.

Los días fueron duros: cuidar a una niña pequeña en la ciudad no es como en el rancho. El ruido, el encierro, la soledad… Pero cada noche veía cómo Laura llegaba cansada pero feliz de poder darle algo mejor a su hija. Y veía a Daniel luchando contra su orgullo para no rendirse.

Una noche escuché discutir a Laura y Daniel:

—No quiero ser un inútil, Laura…

—¡No eres inútil! Eres el papá de Sofi y haces todo lo posible…

Me dolió escucharlos pelear por algo tan viejo como el machismo y tan nuevo como la crisis económica.

Ahora estoy por regresar al pueblo y me pregunto: ¿Hice bien en ayudar aunque eso signifique romper tradiciones? ¿Cuántas abuelas más viven este dilema en silencio?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿El amor familiar puede más que el orgullo o las costumbres?